Hace 25 años, un golpe de Estado ponía fin al experimento reformista de Mijail Gorbachov, anticipaba la defunción de la Unión Soviética y creaba una nueva Rusia. El proyecto comunista que implantó la revolución de 1917 y convirtió a la Rusia zarista con todas sus provincias exteriores en un imperio temido y en uno de los dos pivotes de un mundo bipolar llegaba a su fin. Las grietas en aquella estructura aparentemente poderosa existían antes de la llegada de Gorbachov al Kremlin, cuya finalidad era poner a la URSS en el camino de una liberalización política y económica. Si fuera de la URSS aquel objetivo era aplaudido --y su líder, agasajado--, dentro era temido porque amenazaba muchos privilegios. Un avispado Boris Yeltsin supo ponerse al frente de Rusia, pero su Gobierno fue una acumulación de desastres económicos y personales. Occidente cerró los ojos. Se generó un consenso para poner fin al desbarajuste. Un exagente del KGB, Vladímir Putin, fue el depositario del consenso y hoy es el nuevo zar.