Hay un común denominador de las formaciones políticas respecto a sus propios congresos internos: unidad como coletilla, como reflejó con su habitual inspiración Postigo en su tira del pasado lunes. Deberíamos partir de que unanimidad no es un sinónimo de unidad; sin embargo, en los partidos de la derecha no tienen problemas con este concepto. Ellos son, desde siempre, de muy prietas las filas; mucho más que de «fervorcillos investigadores» de nuevo cuño y otras zarandajas. Cospedal no tuvo problemas para ser reelegida secretaria general de los populares, ni con su acumulación de cargos, aunque medie la sospecha de pucherazo que denunció el (ingenuo) compromisario Francisco Risueño. Más exagerado aún es ese 97% de apoyos de Ciudadanos a la gestión de Albert Rivera, que aquellos búlgaros envidiarían. Sus numerosos vaivenes y cambios de posición no han mermado un ápice su liderazgo.

Ni de lejos ocurre lo mismo en la izquierda, que sigue con su proverbial facilidad para la subdivisión constante. La lleva cosida al escudo. El PSOE sigue sin ideas ni directrices porque, digan lo que digan, lo que importa ahora mismo es que la candidata cantada sea aclamada (ya saben, como si del jefe de Asterix y Obelix se tratara). Donde se acumulan las ideas es en Podemos, pero siempre se dejan algo de credibilidad por el camino, caso Errejón aparte. Se hartan de exigir proporcionalidad y después resuelven su liderazgo con un sistema que no lo es tanto. Pregunten a Anticapitalistas, que con un 13,11% de los apoyos solo han conseguido el 3,23% del espacio del consejo ciudadano. O sea, dos plazas.

Ya que la izquierda española no se mira al espejo, podría al menos echar un vistazo por la ventana, quizá alcanzara a ver Portugal y su ejemplo de recuperación. Pero no, aquí se manosea la palabra unidad en muchos discursos teóricos para luego darse de bruces con el muro de la realidad: la ausencia de una auténtica voluntad para articular la pluralidad. Cada uno por su lado. Hace ya más de 30 años que el afín e ilustre profesor Manuel Sacristán lo razonó así: «Todo pensamiento decente tiene que estar siempre en crisis». Por lo visto es el precio de la continua reactualización de los problemas de la vida cotidiana de la mayoría. De acuerdo, pero una cosa es no dejar nunca de construir más y más democracia y otra no saber fijar un punto de encuentro en clave de prioridad: desalojar al Gobierno del PP de la Moncloa. H *Periodista