A más de un mes de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, la angustia social, el malestar y el grado de desasosiego de la ciudadanía se han reducido notablemente. Aunque las heridas permanecerán por bastante tiempo, se puede valorar su aplicación como acertada. Desconocemos cuáles eran las alternativas a ese artículo que se ofrecían desde las posturas críticas no independentistas a esa medida, el cómo se tenía que afrontar el desafío. El denominado procés ha tenido, sin embargo, algunas cosas buenas, aunque no sean asuntos gratos de reconocer. En primer lugar, se ha puesto de manifiesto el poder y la capacidad del Estado en la defensa institucional. En segundo lugar, los gestos de deslealtad, las políticas que los fomentaban y las actitudes desafiantes han aparecido con toda su crudeza y sin subterfugios. Esas políticas de falsificación de la historia, de apropiaciones geográficas de territorios colindantes a Cataluña, de obligar a rotular los establecimientos comerciales exclusivamente en catalán, el real adoctrinamiento en la escuela, fueron peldaños que iban configurando ese escenario ficticio donde reinaría la felicidad aunque fuera en modelo República.

La deslealtad manifiesta ha roto toda posición de convivencia transversal y ha generado el desencanto correspondiente entre la gente, la mayoría, que creyó en una convivencia común. Los que en su día estuvimos con eso de Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía, claramente nos sentimos traicionados. A estos sentimientos se une la actitud nada democrática de los independentistas de incumplimiento hasta de sus propias normas y la concepción de un modelo de organización política que, aunque se llamara república, tenía más rasgos medievales que los propios de un estado moderno: la separación de poderes no existía en sus propuestas.

Este desenmascaramiento del independentismo ha producido una corriente de opinión bastante crítica con el modelo territorial español, tanto que por primera vez las voces críticas con el cupo vasco han sido bastante sonoras. El sentimiento de que unos supuestos derechos históricos, que se convierten en privilegios históricos, y la insolidaridad que se exhibe, hace que haya una corriente de opinión muy clara y amplia que sostiene de forma consistente un giro en ese modelo. Esta corriente ya tiene su plasmación política en alguna de las opciones que la reivindican, como señalan las encuestas. En los años 80 y 90, los sectores sociales que buscaban la modernización económica y social les representaban y lideraban bastante bien las fuerzas de izquierda y en particular el PSOE, frente a las reticencias, cuando no oposición rotunda y beligerante, de las fuerzas conservadoras. Los últimos episodios fueron con el matrimonio homosexual pero antes ocurrió en los 70 con la ley de divorcio y podríamos seguir con otros cambios.

En estos momentos la corriente de fondo que parece que demanda una respuesta social es la territorial y aquí las fuerzas de izquierda presentan grados de ambigüedad e indeterminación que la ciudadanía no lo va a aceptar ni entender. La desconfianza generada no se superará con cambios semánticos, con declaraciones de buena fe o con supuestas aceptaciones de los causantes de esta desafección, aunque sean bajo juramento o como se quiera.

No creo que la sociedad se conforme con la abjuración de sus intenciones de los dirigentes independentistas. No han sido cuatro locos los que han mantenido esas posiciones y, por tanto, va a ser un proceso largo el que lleve a que determinados sectores sociales entiendan y renuncien definitivamente a esa locura colectiva. Se dice que buena parte de los nacionalismos en nuestro país tiene raíces carlistas y ese fenómeno pasó ya hace casi dos siglos. Pero no es un caso raro. Recordaran que en el siglo XIX también se independizó el Cantón de Cartagena, que nada menos, quiso ser un estado asociado a los USA. Pues semejante locura todavía supura y hasta hace poco existía en Cartagena, y tenía representación municipal el Partido Cantonalista, en estos momentos con otro nombre.

¿Que ayudaría a resolver este conflicto? Pues lo primero es que sus causantes y sus adeptos sientan el coste de ese despropósito. En segundo lugar, un cambio legal. Un cambio legal que no creo que tenga que ser la Constitución, por lo menos hasta que no haya un amplio consenso, sino la ley electoral que elimine la prima electoral en forma de escaños que tienen los nacionalismos. Si un diputado de la Cortes generales tiene influencia sobre todos los asuntos del conjunto de España, los diputados elegidos deberían, en consecuencia, presentarse en todo el país y exigirles el porcentaje mínimo para entrar en el Parlamento. La ciudadanía ha soportado durante todos estos años, con más o menos disgusto o resignación, los chantajes nacionalistas pero el procés ha empujado a una buena parte de la opinión pública a poner pie en pared y decir basta. <b>*Universidad de Zaragoza</b>