Que la socialdemocracia está en crisis es ya un lugar común en la politología actual. No hay más que ver sus sucesivas derrotas electorales en países donde hasta hace poco tiempo ganaban elecciones con relativa facilidad. Las clases trabajadoras, si es que siguen existiendo en su originario sentido marxista, no optan ya por el PSOE sino que hacen sus pinitos en partidos populistas, sean de izquierda o de derecha. Los jóvenes prefieren partidos nuevos (en España, Podemos y Ciudadanos) antes que a los de siempre, a los que dicen conocer y a los que acusan de corrupción estructural. Y muchos otros electores se refugian en la abstención, un tanto asqueados de una política que no soluciona sus problemas vitales.

Es curioso y paradójico que muchos problemas electorales del PSOE provienen de su propio éxito de otros tiempos. El Estado de bienestar es una expresión y una realidad que en España lleva la marca PSOE y en Europa lleva la patente socialdemócrata en sus distintas acepciones. Europa es el lugar del mundo con más derechos humanos y con mejores estándares de calidad de vida. Y ello a pesar del retroceso en los años de la crisis.

Indudablemente, hoy se dan otros retos nuevos, como son la globalización financiera y la revolución digital, cuyas soluciones son complejas y caras y no casan bien con las fronteras nacionales por excesivamente reducidas. Los partidos socialdemócratas están desorientados y ayunos de respuestas. Mientras que los poderes financieros parecen tener la varita mágica y han conseguido supeditar la política nacional a la economía financiera global. Esta inversión de factores ha causado la última crisis y, lo que es más peligroso, está condicionando fuertemente la solución de la crisis. Con lo que llegamos a la conclusión de que la crisis era la excusa para el cambio de modelo económico-político en este mundo tecnificado y globalizado.

¿Qué debe hacer el PSOE para recuperar la preferencia de los electores? Está claro que no basta con reivindicar su legado, aunque no vendría mal recordarlo y sentirse orgulloso, sino que se necesitan liderazgos nuevos e ideas originales que les alejen de la imagen de partido conservador que se dedica a contar la batallita de lo que hizo. Debe ser percibido como una fuerza transformadora y de futuro.

Soy consciente de haber dicho una obviedad y que su dificultad radica en la práctica de tal enunciado. Pero, al menos, sí que el PSOE debe ponerse en manos de personas que posibiliten lo que acabo de decir. Un partido no puede estar en manos de quienes ni siquiera saben formular los principios necesarios. Si el cambio de sistema es, hoy por hoy, imposible, el momento debe ser claramente reformista y abierto a un cosmopolitismo que siempre caracterizó a la socialdemocracia. El indicador de que se está en la senda correcta es que la sociedad perciba que se hace una política de progreso y que este progreso tiene sostenibilidad. Tampoco es que la gente pida grandes avances sino tener la percepción de estar en la línea correcta y poder manejar indicadores de dicha corrección.

La situación de plaza reconquistada que explicita el nuevo Secretario General socialista de España no ha avanzado mucho en su proyecto de partido ni de país. O, al menos, yo no lo veo. La política de alianzas no existe. O, al menos, yo no la veo. Lo que sí existe, aunque sea de una manera larvada, es un cierto faccionalismo entre la cúpula estatal y casi todas las cúpulas regionales y/o poderes autonómicos. Y esto es malo. No culpabilizo a nadie en concreto pues todos son concausantes.

Cataluña ha sido y sigue siendo un test significativo de lo que digo. La ambigüedad y la ausencia de un lugar reconocible de la política socialista en el problema catalán le ha pasado factura. De acuerdo que esto no es nuevo, que viene desde los tiempos de Maragall como President. Entonces el PSC creyó que para conquistar la Generalitat había que «catalanizarse» y así lo hizo. Y así han seguido, con mayor o menor anhelo, el resto de dirigentes. Últimamente, el PSC también ha sido pagano del decaimiento socialista general. La gran ciudad de Barcelona era mucho más cosmopolita e internacional cuanto menos nacionalista decía ser. El reinado de Pujol la ruralizó. Lo mismo puede decirse de todo el resto de Cataluña. La excluyente exclusividad, el hallazgo de la bandera, el victimismo, la pérdida del mestizaje, han construido una Cataluña y una Barcelona más pequeñas y menos atractivas.

El socialismo necesita, pues, volver a tener un proyecto de país, una política de alianzas, y, sobre todo, un discurso futurista que afronte la globalización, la digitalización y sus consecuencias en el empleo y en la política de rentas. Solo así podrá, sin urgencias, volver a ser partido de gobierno en España y en Europa.

*Profesor de filosofía