El viernes el president, el vicepresident, la presidenta del Parlament y la alcaldesa Ada Colau enviaron una carta al Rey urgiendo una negociación de último minuto. Está bien, pero excepto en el caso de Ada Colau -cuya elasticidad permite apoyar sin apoyarlo un referéndum que no cree que sea un referéndum-, los otros tres firmantes están en fuera de juego.

Es poco creíble pedir negociar tras romper el Estado de Derecho. Lo del Parlament no fue una digna y enérgica protesta. Violó el propio Estatut al convocar un referéndum que implicaría su abolición cuando para cualquier cambio se exige una mayoría previa de dos tercios, o sea, 90 diputados. Además, quiso crear una nueva legalidad catalana, al margen de la española, rompiendo la Constitución del 78. El error es mayúsculo ya que, como ha advertido el lendakari Iñigo Urkullu, el Parlament ha aprobado esas leyes con procedimientos que dejan sin efecto el Estatut, «-lo que invalida el ámbito jurídico construido hasta ahora». Es irresponsable.

Pero lo peor es que crear una nueva legalidad catalana destruiría el Estado de Derecho. Algunos lo califican de golpe de Estado, pero en España esta expresión se ha utilizado siempre para rupturas de la legalidad a cargo de militares. No es el caso. Pero tampoco es una revolución ya que el protagonista ha sido una parte del aparato de ese Estado: un parlamento y un gobierno autonómico.

No discutamos calificativos. Lo evidente es que solo puede haber una legalidad. No pueden coexistir una nueva legalidad catalana y una vieja legalidad española. Una de las dos tiene que imponerse y la realidad actual de vigencia de la ley española, salvo en los casos en que la Generalitat hace uso de la nueva y el Gobierno español de facto lo consiente, solo puede durar -como máximo- unos días. Una tiene que aplastar a la otra y el empate es imposible. Un agudo empresario me comenta que dijo eso en Madrid citando el juego del ratón y el gato. Al final, el gato se come al ratón. Todos lo juzgaron muy acertado, hasta que añadió que había que esperar al final para saber quién era el ratón y quién el gato. Así es. Pero el cálculo de probabilidades existe.

El reto ha sido antiestatutario, anticonstitucional e ilegítimo porque el 47,8% obtenido en las elecciones -convocadas como plebiscito- del 2015 no da legitimidad. Además, ha sido temerario. ¿Esperando que las instancias europeas socorrieran al 47,8%? El presidente del Parlamento europeo, el italiano Antonio Tajani, ha dicho a este diario algo indicativo: «Los catalanes son ciudadanos europeos por ser españoles». Guste o no guste, el derecho positivo -el que cuenta- dice eso.

Gritar y protestar contra un agravio como el recorte del Estatut del 2006 es legítimo y legal. Crear una legalidad insurreccional es otra cosa. No se trata ya de lo que diga el Tribunal Constitucional cuya autoridad moral -no jurídica- es discutible desde los cuatro años (2006-2010) en que colocaron el Estatut (del que Artur Mas expulsó a ERC) en un limbo amenizado con sucias maniobras. En España hay cuatro asociaciones judiciales -desde la derechista APM hasta la muy progresista Jueces para la Democracia- que siempre discrepan en todo. Pero el jueves hicieron un comunicado conjunto que dice: «Una autoridad que conscientemente se rebela contra la norma constitucional que la legitima pierde el carácter de autoridad y no tiene que ser obedecida».

Es así. La autoridad efectiva de la Generalitat no viene de la historia, o de una firme decisión patriótico-revolucionaria, o de Montserrat, sino de la Constitución y el Estatut. Si Cataluña no ganó la batalla del Estatut (porque España no entendió y también por la división interna), ¿puede lograr la independencia cuando según el CEO el 49% no la quiere?

Ahora la gran cuestión es cómo gestionar unos días la coexistencia de facto de dos legalidades. El independentismo se ha equivocado. El Estado no debería hacerlo. El imperio de la ley exige inteligencia. Aplicar la ley sin inteligencia llevaría al desastre. Y hay cosas inquietantes que pueden crear mucha confusión. Imputar a 712 alcaldes por ceder locales cuando en el momento que lo hicieron era legal (el TC no había anulado la ley de referéndum) y amenazarles con la conducción policial, es todo menos proporcional. Y el fiscal general no tiene ninguna autoridad jurídica ni moral para afirmar que miles y miles de catalanes están abducidos por la Generalitat.

Tras el 1 de octubre vendrá el 2 y sería bueno -para todos- no romper cristales en vano. ¿Hay firmeza sin profesionalidad?

*Periodista