La última vez que vimos y escuchamos por estos pagos al gran Manuel Molina fue en el año 2007, en el festival Pirineos Sur, donde actuó con Los Juncales, una formación ocasional armada con Diego Carrasco, Moraíto Chico, Tomasito y Javier Barón. No fue una velada espectacular, pero nos permitió recordar parte del espléndido repertorio que durante su fructífera carrera facturaron Manuel Molina y Lole Montoya. Lole y Manuel, o sea. Y al margen de otras consideraciones, lo notable de la noche fue escuchar en la voz de Manuel las canciones tan brillantemente escritas para la no menos brillante voz de Lole.

Manuel fue inspirado compositor, singular guitarrista y cantaor de gran rajo, faceta esa última que durante su vínculo con Lole apenas desarrollo. Sí, cantó (en los discos y en estudio) algunas piezas, pero menos de las que al público le habría gustado escuchar; de ahí que en los conciertos de la pareja fuese habitual escuchar un grito unánime desde las gradas: ¡Qué cante Manuel! Y cantaba Manuel, a regañadientes, poniendo arenoso contrapunto a la voz plateada de Lole.

Pero cantase o no, la clave de Manuel, desde sus primeras formaciones, al dúo formado con Lole, pasando por la colaboración con el grupo de rock progresivo Smash, fue su concepción flamenca.

Rompedor de moldes, no hizo flamenco-fusión, ese invento ochentero; hizo, sin apartarse de la raíz, un desarrollo libre de lo jondo. Entendió muy pronto que la pureza del flamenco, como del resto de las músicas populares, era, más que una realidad universal, el deseo de unos pocos, y con esa premisa abrió veredas y llegó (con Lole) al gran público. Hoy ya no podemos pedirle que cante, pero sus cantes de antaño permanecen vivos en la memoria de quienes disfrutaron con su arte infinito.