Fue una jornada extravagante, surrealista de nuevo. A su término, los optimistas todavía confiaban en que, al final, este monumental barullo acabe de una forma razonable, o en todo caso que se abra un paréntesis, una tregua acordada durante la cual bajar la presión y dar una oportunidad a la ciudadanía. ¿Cómo? Con elecciones en Cataluña (ojalá también en España), y repensando la situación en pos de una salida negociada que respete la voluntad de los catalanes y tenga en cuenta las circunstancias políticas y económicas (incluidas las de dimensión global) que condicionan el actual conflicto.

Existe una alternativa inmediata: elecciones anticipadas para renovar el Parlament (lo cual sería muy conveniente, aunque la correlación de fuerzas no cambie demasiado) e inmediato bloqueo de la aplicación del 155. La primera medida permitiría frenar los impulsos suicidas del independentismo radical, reducir el daño que está sufriendo Cataluña y poner fin al absurdo de que el pseudoplebiscito del 1-O decidió un mandato imperativo y definitivo. La segunda aliviaría al Gobierno central de la complicadísima y peligrosa tarea que supondrá la intervención de la autonomía catalana, y ganaría tiempo para estudiar la reforma del título octavo de la Constitución. No hay otra opción si se quiere evitar un desastre cuyas fatales consecuencias alcanzarían a todos.

El problema radica en que Rajoy y más todavía Puigdemont están muy condicionados por sus discursos previos y por sus propios entornos. Ayer, el uno por el otro, no fueron capaces de alcanzar un compromiso cuando ya parecía estar todo a punto. El Gobierno central se ha empeñado en coronar una aplastante victoria, imposible e indeseable, sometiendo y humillando a los soberanistas. El Govern ha llevado el Procés demasiado lejos, y ha establecido ante sus seguidores compromisos inalcanzables, mucho más cuando solo son respaldados por una minoría (importante pero minoría) del electorado catalán.

Tras un día de infarto, nada es aún definitivo. Crucen los dedos.