Como la derecha española, tan cariñosa siempre y tan ponderada, anda loca con lo de la radicalidad política, uno acaba abducido (o machacado o aburrido o trastornado) por el pertinaz argumentario genovés. ¿Seré un radical?, me pregunto al mirarme en el espejo. ¿Es esta la cara de un extremista? ¿Tendrán razón Mariano y Soraya, y nos estamos deslizando hacia el leninismo? ¿Volvemos (los que estuvimos) a las locuras de aquella juventud rebelde?... Ayer por la mañana (bueno... no muy por la mañana, pero antes del mediodía) me observé despacio. Constaté que de volver a la cándida adolescencia, nada de nada. Examiné los rastros que las alegrías pequeñoburguesas han dejado en mi rostro... Y decidí no afeitarme. Vale: tal vez me esté radicalizando.

¿Pensaré como un extremista si aspiro a tener en mi país la eficacia y transparencia fiscal de Noruega, el concepto de la igualdad que rige en Finlandia, la organización federal de Alemania (incluidos los estados libres asociados), la legalización de la eutanasia vigente en Holanda y Bélgica, los referendos decisorios habituales en Suiza o la separación de Iglesia y Estado que existe desde hace más de un siglo en Francia? ¿Y si se me ocurre reclamar el Estado del Bienestar de Suecia, las figuras de protección medioambiental de Dinamarca, la radio-televisión pública (BBC) de Gran Bretaña o, ya en el paroxismo de la locura radical, las elecciones primarias de uso común en los partidos USA?

Porque ese tipo de cosas son las que me motivan. Y otras muchas más, que por cierto no se dan ni en Corea del Norte (aunque tampoco la del Sur me pone, ¿eh?) ni en Cuba ni en Venezuela (estupendo país, por otro lado), sino en eso que solemos denominar nuestro entorno. Pero, claro, en las Españas casi todos los derechos y usos anteriormente citados siguen siendo considerados radicales por quienes denominan centrista una ideología (la suya) que mezcla el reaccionario nacionalcatolicismo del Viejo Régimen con los delirios del Tea Party, y combina la martingala liberal (¿liberal?) con los pelotazos basados en el tráfico de influencias. ¡Qué cruz!