Como era previsible, el convenio de Opel ha acabado en un acuerdo in extremis avalado, ¡a ver si no!, por buena parte de la plantilla (aunque más de 2.000 trabajadores, que ya son, votaron en contra). De alguna forma se ha cumplido una vez más con ese ritual negociador que implica un primer encontronazo, un intercambio de gestos hostiles, advertencias, dureza, primeras cesiones, aproximación y arreglo de última hora. Pero en esta ocasión la tendencia al retroceso de los derechos laborales de la plantilla (sueldos, descansos, libranzas, estabilidad y otros detalles) se ha intensificado, sobre todo en lo que afectará a los empleados que sean contratados en el futuro. Figueruelas tenía dos convenios paralelos (el bueno y el regular) y ahora tendrá tres (el bueno, el regular y el malo, dando por hecho que las dos primeras categorías van a menos y la última es la apoteosis del contrato a tiempo parcial). Pero no había otro remedio que tragar.

Opel y sus auxiliares son una pieza demasiado fundamental de la decadente economía aragonesa. El jefe de PSA mandó una carta a todos los trabajadores de Figueruelas recordándoselo. Llámenlo habilidad argumental o chantaje. En cualquier caso, la dependencia es un hecho. Y dicha dependencia empieza por la propia plantilla de la factoría aragonesa, cuyos integrantes (como sus compañeros contratados por otras empresas del flamante cluster de la automoción) no podrían encontrar otro empleo si perdiesen el actual.

Vamos hacia una industria servida por robots y máquinas cada vez más inteligentes. Fábricas sin personas o con muy poca gente. El factor trabajo se desplaza hacia la alta cualificación: programación, diseño, mantenimiento, comercialización, gestión... En semejante mundo el capital posmodernizado está como pez en el agua y la clase obrera es una especie a extinguir. Y menos mal que todavía existen sindicatos, rutinas negociadoras y la inercia de los tiempos en que las grandes empresas pagaban sueldos dignos. Aún nos queda la sombra de lo que fuimos. De momento, algo es algo.