El hombre desayunó serenamente y luego abrió la ventana. Aspiró el aire y sus ojos reflejaron la placidez de una mañana primaveral, hermosa como pocas. El sol se anunciaba tras las montañas marrones. La primavera hería las pupilas. Salió de casa, pero se cercioró de haber dado dos vueltas de llave a la puerta.

En la plaza escogió el mejor sitio: el árbol centenario. Eran las nueve de la mañana. Sin distraerse, seguro de lo que tenía que hacer, sacó la pistola, apuntó a su sien y se pegó un tiro. Se acabó. Alguien se acercó asustado y descubrió el cadáver. Un policía le registró los bolsillos y se topó con una nota de hermosa caligrafía: "Soy jubilado. No puedo vivir en estas condiciones. Me niego a buscar comida en la basura. Por eso he decidido poner fin a mi vida", decía el mensaje que llevaba Dimitris Christoulas, de 77 años. El resto, ya lo conocen; lo han ofrecido todas las televisiones del mundo. Bien, ya tenemos una víctima. Llegarán otras intoxicadas por la proximidad emocional. Llegarán muchas. En Grecia se calcula que el 20% de los suicidas estaba en su plenas facultades, es decir, sabían lo que hacían.

Ya no hay excusas. Ni poesía. Ni paños calientes. Tampoco hay que exagerar en los relatos. Hay una población asustada, impotente. Una ciudadanía incapaz de vivir con dignidad. Si uno pierde la dignidad le queda poco recorrido. Ese griego, seguro que se preguntó antes de apretar el gatillo: ¿qué quiere exactamente esta gente? ¿Qué les he hecho? La mañana griega siguió creciendo hermosa en su tristeza sucia.