Pensadores los ha habido grandes, pero consecuentes, pocos. Ahí está Platón, autor de la memorable La República, que acabó asesorando al tirano de Siracusa. Por eso brilla el intelectual que supo estar donde debía, sobre todo cuando lo hace contra corriente. Tal es el caso de Albert Camus, premio Nobel de Literatura hace ahora 60 años. Lo de menos es el aniversario. Lo que obliga a recordarle es que denunció los campos de concentración soviéticos, cuando los colegas solo hablaban de los nazis; y criticó sin reservas la violencia revolucionaria, cuando lo que se llevaba era jalearla; y movilizó al mundo de la cultura contra las bombas atómicas, mientras muchos se mofaban de su ingenuidad…

La historia le ha dado la razón a él y no a quienes le criticaron por ingenuo, mal informado o, como en el caso de Sartre, mal formado. La distancia respecto a sus notables críticos es tal que cabe preguntarse qué brújula le orientó en aquellos tiempos tan convulsos.

Él invocaba «la sabiduría mediterránea», un talante intelectual que daba más importancia al sufrimiento de la gente que a las doctrinas salvadoras; más al cuidado de lo inmediato que a la conquista de la Luna. Mediterráneo era el mediodía, y medianoche lo nórdico, dos formas de vida opuestas, la primera guiada por la compasión y la segunda por el racionalismo. Decía que si el talante mediterráneo producía al rebelde, el nórdico, al revolucionario. Dos mundos en las antípodas, porque el revolucionario lo que quiere es cambiar la historia, mientras que el rebelde se afana modestamente en hacer algunos ajustes, siempre para aliviar el sufrimiento del hombre aplastado.

Hay un momento crucial en su vida cuando se las tiene que ver con Sartre, el gran intelectual del momento, ya entonces compañero de viaje del comunismo. Este y los suyos ponen el grito en el cielo cuando Camus publica El hombre rebelde.

No entienden que para este periodista metido a filósofo sea más importante el sufrimiento de un niño que la explotación de la clase obrera. No entienden, efectivamente, que si uno acepta el sacrificio de un solo inocente para salvar a toda una clase, serán legión las víctimas que produzca esa lucha. Stalin sí le hubiera entendido.

La única frontera que respeta el rebelde mediterráneo es la que marca la dignidad del ser humano. Por eso es universal y europeo, porque antes de que la UE se pusiera en marcha soñó con «esta tierra del espíritu en la que tiene lugar desde hace 20 siglos la más sorprendente aventura del espíritu humano». Por donde no pasaba era por el nacionalismo. Decía sentirse demasiado patriota como para ser nacionalista. Se sentía fiel seguidor del Quijote, un trotamundos cuyo exilio él reivindicaba como su propia patria.

La sabiduría mediterránea no es un concepto geográfico. Había doctrinarios, de esos que produce el racionalismo de medianoche, en pleno centro de París. Pero él, que venía del mar, la luz y la pobreza, quería mostrarnos el potencial humanitario de una cultura que, aunque a muchos voceros ya les resultaba extraña, era sin embargo la suya, la nuestra.

*Filósofo e investigador del CSIC