En la noche del lunes, Rajoy convocó a menos de la mitad de los espectadores que solo ocho días antes habían visto el cara a cara o entrevista simultánea Iglesias--Rivera. El presidente saliente (que quiere desesperadamente ser entrante) no emociona demasiado al personal, ni siquiera cuando desgrana datos (económicos, por supuesto) que son inciertos o cuya transcendencia falsea sin ningún pudor. Don Mariano se empeña en describir una España que sólo existe en su particular imaginario y en el de los muy suyos. Quizás por eso mismo, al verle tan lejos de la realidad y tan políticamente amorfo, el otro destroyer, Artur Mas, president en funciones, se puso ayer a la cabeza del acuerdo entre Junts pel Si y la CUP para proclamar unilateralmente la independencia de Cataluña. Estos van a lo que van y el del PP, como ha dicho, hará lo que tenga que hacer. Pero aún cabe consolarse: los polacos han votado un gobierno de extrema derecha (como antes los húngaros) y los guatemaltecos han elegido presidente a un cómico.

Al haberse convertido la política española en un constante ejercicio de simulación, nadie se corta un pelo. Rajoy presume de haber salvado un país cuyo futuro, sin embargo, se presenta cual reinado de Witiza. Mas lo tiene claro: si la derecha española está preparando una nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal para garantizarse de facto la impunidad, ¿por qué no puede hacer él lo mismo?

En Cataluña acaban de celebrar unas elecciones con indudable proyección plebiscitaria, en las que los soberanistas obtuvieron casi la mitad de los votos emitidos. Lo cual plantea dos conclusiones obvias y perfectamente complementarias: a) proclamar la independencia a partir de tal resultado es una barbaridad democrática, y b) no puede soslayarse por más tiempo la convocatoria de un referendo con todas la garantías en el que los catalanes se definan al respecto (claramente; o sea, bajo una Ley de Claridad).

No caerá la breva. Pero la culpa es de todos. Hemos esquivado muchas responsabilidades políticas y ahora, como advirtió Platón, nos gobiernan gentes inferiores. Aunque temibles.