Como a Fernando VII, sí. A don Mariano, presidente omnímodo del PP y jefe de un Gobierno en minoría que, sin embargo, actúa como si dispusiera de doscientos diputados o más, todo le viene de cara. Ayer subió el paro, bajaron las cotizaciones a la Seguridad Social, veníamos de pegarle otro tajo a la hucha de la ídem para pagar la extra de Navidad a los pensionistas, subieron los impuestos indirectos (así, la progresividad fiscal española es una de las más bajas, si no la más baja, de Europa), se amplió el déficit de las comunidades autónomas una sola décima, el nuevo salario mínimo apenas superará los setecientos euros (707... ¡capicúa!), el señor de la Moncloa juega con el PSOE y C’s a placer, cual polígamo caprichoso... Y he aquí que los círculos políticos y mediáticos más respetables no solo no parecen preocupados, sino que se esfuerzan con singular denuedo en demostrar que, oye, hay que ver cómo dialoga Rajoy y las cosas tan estupendas que le están arrancando los socialistas (los buenos, se entiende).

En Aragón, el PP ya celebra sus próximas victorias electorales. El Gobierno autónomo y el Ayuntamiento de Zaragoza caerán solitos, merced a la suicida división de las izquierdas y al escaso carisma de sus actuales responsables.

Qué bien. Una vez más, la derecha española dispone de un mando único, una fuerte cohesión interna, disciplina, argumentario, confianza en sí misma, poderosos apoyos exteriores y una conexión natural con la revolución ultraliberal que recorre el planeta. Y cuando se dan estas condiciones, mientras las izquierdas andan pateándose por debajo y por encima de la mesa, carecen de disciplina y se empeñan en acompañar a los nacionalistas periféricos en sus delirios centrífugos... el resultado final está cantado.

Claro que hoy, además, esas izquierdas enfrentadas están también huérfanas de discurso y estrategia. Se acabó la Edad Contemporánea. Ahora, la revolución (o la involución) la hacen los conservadores. Ya no tienen complejos ni reparos. Van a saco. Lo tienen a huevo.