El sistema tiene miedo. Y, como una bestia acorralada, arremete contra todo lo que se le pone por delante. Con todos sus instrumentos, ya sean legales, jurídicos, policiales. Todo vale para aferrarse al poder, para evitar que la ciudadanía cuestione sus privilegios, que la gente exprese, siquiera, su malestar. Desde muy antiguo creen que el pueblo debe estar callado, que su voz solo debe oírse en los espectáculos o en la aclamación de los poderosos, su actividad política les pone muy nerviosos. Por ello endurecen las leyes, intentan evitar que la gente salga a la calle, convierten en sospechoso a todo aquel que acude a una manifestación. Ellos, los amigos de Bárcenas y Matas, los compañeros de Rato, los adalides de la corrupción, de los desahucios, del expolio organizado a la ciudadanía, ponen a la ciudadanía en el punto de mira.

El PP, heredero, en cuerpo y alma, del franquismo, en su pestilente nacionalcatolicismo, en sus prácticas corruptas, recurre también a la represión como arma política. El franquismo no dudó en encarcelar a miles de ciudadanos que luchaban por una España democrática, lo que no sirvió para acallar sus voces, sino para templar todavía más sus convicciones. El PP, incapaz de aprender de la historia, cree que, mediante la represión, podrá acallar las voces críticas. Se equivoca. No tenemos miedo, el miedo ha cambiado de bando.

Hoy muchos, muchas, somos Raquel Tenías. Para ella el sistema pide cuatro años de cárcel. Su delito: participar el pasado año en las Marchas de la Dignidad. Allí fue, sin motivo, arrestada y vejada. En la comisaría de Moratalaz sufrió, junto con otros compañeros, horas de insultos y malos tratos, privación de luz y comida (excepto un envase de paella congelada que se les lanzó a la celda, al suelo, a través de la ventanilla de la puerta), tratos impropios de un país que se denomina democrático. Una situación que se prolongó desde el sábado a las 22h hasta el lunes por la mañana, en que fue trasladada a un inmundo calabozo, lleno de excrementos, en los juzgados de Plaza de Castilla. Bajo las emblemáticas Torres de Kío, el mejor símbolo de nuestro corrupto sistema.

Se le acusa de desórdenes públicos y atentado a la autoridad, pues se dice que lanzó objetos contra la Embajada de Francia (¿?) e hirió en el labio a un policía. De manera absolutamente sorprendente, el escrito del fiscal dice que no está acreditado que ella produjera las lesiones del policía, pero aun así le pide 2 años y 6 meses por ese delito y 1 año y 6 meses por desórdenes públicos. Si no fuera tan serio, parecería una broma que se le pueda pedir a una ciudadana esa pena por un delito no acreditado. ¿Dónde queda la presunción de inocencia?, ¿dónde el beneficio de la duda?

Diré dos cosas. La primera, que en estas mismas páginas condené la agresión que sufrió un policía indefenso, en el suelo, en esas mismas marchas por parte de unos energúmenos que no representan el espíritu de la gente que allí se congregó. La segunda, que quien conozca un poco a Raquel sabe lo increíble que resulta pensar una actitud violenta por su parte. Raquel es una militante y activista ejemplar, generosa, siempre atenta a implicarse en la mejora de la sociedad. La conozco hace años y cuando pienso en ella lo que veo es una inmensa sonrisa y una enorme capacidad de empatía. No es la violencia, desde luego, lo que ha inculcado a su hijo.

Raquel es, para su desgracia, un chivo expiatorio, un aviso a navegantes. El mismo sistema que cada vez que salimos a la calle nos hace caminar flanqueados por la policía, da una vuelta más de tuerca, intensifica la represión, muestra su deriva fascista. Su violencia, su ignominia, solo consigue aumentar nuestra determinación, darnos más motivos para cogernos fuerte de la mano y avanzar con decisión. No me cabe ninguna duda de la inocencia de Raquel, en todos los extremos de la acusación. Si no fuera así no diría hoy, como muchos y muchas, que yo también soy Raquel.