Esta temporada del Real Zaragoza está resultando tan grotesca y, de nuevo, tan frustrante que cualquier migaja se saborea como un manjar. El punto de ayer de Oviedo, conseguido gracias a un heroico Ratón en un mal partido colectivo, se entiende como un extraordinario botín: la línea del descenso se aleja un punto más (a cinco) y queda una jornada menos (afortunadamente). El guardameta acabó injustamente expulsado por uno de esos árbitros que reparten histeria por la Segunda, esta vez Figueroa Vázquez, pero tampoco debería ser necesario volver a anunciar a los cuatro vientos que en los últimos minutos hay que estar más en el suelo que en pie. Y no por Ratón. Más habilidad, por favor.

Queda un poco menos para que esta agonía termine y poco para cruzar la deshonrosa línea de meta de la salvación. Aunque el trabajo adelantado es importante, será entonces el turno de Lalo Arantegui, la figura sobre la que se clavarán todas las miradas y cuyas decisiones determinarán el destino que tendrá para el Real Zaragoza la próxima temporada. El director deportivo es un hombre de campo, de perfil discreto, que recorre mundo de Sudamérica al este de Europa y que está preparando un proyecto de autor, con apuestas con un marcado cariz personal. Lalo ya sabe, como lo sabe cualquiera que haya seguido con regularidad al equipo este año, qué es lo que no ha funcionado.

Han sido muchas cosas, excesivas, pero es más que manifiesto que la SAD erró el tiro en la elección de los entrenadores, figura capital, y que los nombres que debían convertir el barco en un transatlántico han naufragado. Juliá construyó una plantilla con un conglomerado de apellidos resplandecientes, dignos de un estupendo cartel publicitario. La contratación de Samaras en febrero fue el bis perfecto de esa verbena. El último error en una dirección equivocada. El plan ha fracasado porque el pasado no gana partidos. Esa es la confusión en la que Lalo no debe caer.