Cuando el Real Zaragoza ha conseguido jugar como un equipo, ha dispuesto del crédito que otorga la homogeneidad, la ocupación inteligente de la posiciones y su aprovechamiento. Nunca ha sido un bellezón, pero se ha desenvuelto dentro de los cauces de la competitividad de un bloque difícil de ganar con la austeridad de detalles individuales que le distingue y su particular penitencia con el gol. Con una gota de fútbol, un océano de sacrificio, chispazos personales y un plan de presión sobre la salida de balón del rival o protegiéndose de las avalanchas, el conjunto aragonés no tenía mucha pelota pero sí el respeto de sus rivales. En las tres últimas jornadas, y pese a estar a punto de clasificarse para los playoffs de ascenso, se ha disociado como los granos de arena azotados por el tornado: los futbolistas son transportados dentro de un caos frenético, producto de una histeria colectiva en la toma de decisiones y de un colapso nervioso que acentúa sus miserias. Cada jugador juega su partido. Ninguno.

Frente a Nástic, Huesca y Oviedo, el Real Zaragoza ha perdido el norte aunque la paradoja diga que lo ha encontrado con su máximo acercamiento a la promoción. Y lo ha extraviado por completo. En la dificultad intrínseca de que exista un consenso global en un deporte tan proclive a la anarquía, el grupo de Lluís Carreras es un ejército desarropado en el que cada soldado hace la guerra por su cuenta. Sin líder alguno, una tara de origen que el entrenador ha descubierto ahora, está emitiendo una terrible imagen de orfandad. La segunda parte del encuentro de ayer fue la quintaesencia de un equipo caníbal devorándose a sí mismo. Por fortuna, el apetito del Oviedo se redujo a los canapés, quedándose casi siempre en la antesala del mordisco profundo.

Manu Herrera parecía actuar en otro planeta. Abandonado sin rubor a duelos individuales con los delanteros, a pases de máximo compromiso de sus compañeros, a salidas agónicas sobre el acantilado... El castigo indiscriminado de Cabrera a la pelota; la inseguridad de Rico y Guitián en el pase; las carreras improvisadas de Isaac perdiendo la posición para irse de atacante; la sombría depresión de Morán; la invisibilidad de Dorca; los mil encuentros de Diamanka; la guerra del fin del mundo de Ángel; el zigzag de Hinestroza hacia atrás. Y Lanzarote en su tenaz espectáculo de magia, intentado sacar conejos de la chistera para dar sentido al disparate.

Había que ganar y se ganó. No son formas, sin embargo, para aspirar a la superación de las dos eliminatorias que se acercan. Una vez que Carreras ha caído en la cuenta que en el vestuario no tiene a Gandhi, Churchill, Braveheart o un minúsculo napoleón que le sirva como guía espiritual en la asunción del liderazgo para los momentos que piden carácter --como los que se avecinan--, el entrenador debería trabajar para que el Real Zaragoza se reagrupe en torno a una mayor fortaleza tribal. El toque, la sutileza y la imaginación no van a mejorar, pero sí se puede recoger las partículas dispersas en esta recta final de la Liga regular y reunirlas para los combates definitivos. A estas alturas que juegue bien o con una personalidad arrolladora es imposible, pero no que lo haga como un equipo. En esta competición de chunga, con ese perfil serio y de meticulosas alianzas puede dar para ser roca en la planicie, para alcanzar el ascenso.