La crisis institucional por la corrupción no afecta solo a los partidos políticos y a los organismos públicos. Cada poco tiempo se conocen ejemplos que lo ponen de manifiesto. Los más recientes los encontramos en el lamentable caso de las tarjetas opacas de una entidad financiera como Bankia rescatada con dinero público, o, descendiendo a un asunto meramente aragonés, en la trama de farmacias aragonesas que supuestamente desviaban medicamentos facturados al erario.

En ambos casos, los hechos investigados representan un daño evidente al interés general, por cuanto se trata de actividades presuntamente punibles en sectores regulados, como el financiero y el sanitario-farmacéutico. El desánimo y el malestar ciudadano que provoca el conocimiento de estas prácticas pone de manifiesto que las corruptelas no solo afectan a los poderes públicos, sino a actividades propias del ámbito privado.

Esta misma semana la presidenta de Aragón, Luisa Fernanda Rudi decía en una entrevista televisiva que la corrupción es inherente a la condición humana, y que solo elevando cada individuo los niveles de exigencia ética se evitan tentaciones y, en su caso, desviaciones. La afirmación resulta correcta si se comparte el principio de inevitabilidad de la corrupción, pero insuficiente. Es verdad que el que se corrompe es porque puede (no todo el mundo está en disposición de hacerlo) y el que no se corrompe es porque no quiere (existen muchos casos de ciudadanos que pueden protagonizar un comportamiento corrupto y no lo hacen).

Visto desde esta perspectiva, quizás excesivamente determinista pero cierta como la vida misma, la única solución para arrinconar definitivamente la corrupción pasa por la tolerancia cero, por contundentes medidas de precaución y de coerción y por unos medios de comunicación decididos a denunciar todos los casos que se produzcan. Como decía Camus si una sociedad carece de principios, hacen falta reglas. Le llaman regeneración, pero la regeneración sin método, como mero desideratum, no pasará de mero juego floral o de compromiso no vinculante.

Al igual que ocurre en otros órdenes, acerca de las actitudes corruptas existen distintos grados de percepción y de convicción social. Aquel comportamiento que para unos no es corrupto, es percibido como escandaloso y punible por otros. Técnicamente, existe una corrupción que los expertos denominan corrupción negra, entendida como aquel comportamiento que es rechazado por toda la sociedad, desde las élites hasta cualquier ciudadano de a pie. Frente a ella, se da la corrupción blanca, entendida como el conjunto de prácticas que pudiendo ser corruptas no son reconocidas como tales ni por las minorías cualificadas ni por la opinión pública. El problema se da con la denominada corrupción gris, aquella en la que no existe consenso, pues no toda la sociedad la identifica como tal. La única manera de enfrentarse al problema es desterrar la idea de una corrupción gris, e incluso advertir de los riesgos de dar por buena la corrupción blanca.

En segundo término, todas las instituciones españolas tienen que actuar con la mayor determinación en el establecimiento de normas que prevengan tejemanejes, corruptelas o prebendas y, en caso de que se produzcan, sean perseguidos y castigados con la mayor contundencia. Hemos sido el último país de la vieja Europa en aprobar una ley de transparencia y buen gobierno, pero ya que la tenemos, pongámosla en marcha a la mayor brevedad.

La norma, en vigor desde diciembre del año pasado, tiene por objeto ampliar y reforzar la transparencia de la actividad pública, regular y garantizar el derecho de acceso a la información relativa a ese ejercicio y establecer las obligaciones de buen gobierno que deben cumplir los responsables públicos así como las consecuencias derivadas de su incumplimiento. De momento afecta a las instituciones estatales y las autonomías y las entidades locales tienen dos años de plazo para ponerla en marcha; es decir, una vez pasadas las próximas elecciones de mayo.

Sin reproche social y sin reglamentos es imposible controlar la corrupción, pero tampoco sin medios de comunicación decididos a dar luz a los casos que se produzcan. La información es esencial para conseguir el objetivo de elevar el nivel ético de la sociedad, y los medios juegan un papel clave en la visibilidad de las fuentes y los protagonistas de la corrupción. Sin embargo, esta labor se ve amenazada por múltiples frentes que minan la capacidad de cumplir esa función de denuncia y de fiscalización del ejercicio público. La dimensión periodística es en la mayoría de las ocasiones tan importante como la dimensión política o la dimensión judicial, por lo que, sin caer en los denominados juicios mediáticos, conviene no relajar la guardia y entender ese papel crucial de los medios en la cruzada contra la corrupción. La regeneración del país no solo es cosa de los políticos.