Un total de 540 municipios aragoneses de los 731 que salpican la comunidad han perdido habitantes en lo que llevamos de siglo. La despoblación territorial va ganando terreno. Ya no son las oleadas masivas que iniciaron el éxodo en los 60 del siglo pasado, en busca de perspectivas de mejora hacia otras comunidades o hacia la capital, en un país que se industrializaba y necesitaba mano de obra dejando atrás un mundo rural entonces poblado, pero sin alicientes ni futuro. Aquella marcha dejó vacíos, pero los que permanecieron ganaron en opciones vitales al ajustarse, como en cualquier ecosistema, los recursos disponibles a una menor competencia. Pero una vez estabilizados y asentado un nivel de vida creciente, con un sistema democrático de derechos reivindicados, la exigencia natural es de disponer de los mismos servicios que se dan en las aglomeraciones urbanas. Y ahí empezó la brecha en sanidad, educación, tecnologías o comunicaciones que difícilmente podía compensar el concepto de tranquilidad que pudiera atraer a nuevos pobladores, si no eran especialmente militantes de un modo de vida alimentado por la búsqueda del sosiego. Mantener lo que hay y mejorarlo para hacerlo atrayente exige recursos, muchos. Pero sobre todo necesita iniciativas de empleo que garanticen a los habitantes del territorio disperso que pueden seguir o acudir a él, al menos en desplazamientos diarios asumibles. Y ni eso es garantía de que el goteo de la despoblación se revierta en los núcleos más pequeños o aislados. Frenarlo ya sería un éxito.

*Periodista