La presentación a finales del anterior periodo de sesiones de las Cortes de Aragón, por parte del grupo socialista, del proyecto de ley de lenguas ha suscitado un animado debate que irá haciéndose más intenso en el periodo de sesiones recién iniciado. Que la sociedad debata sobre una determinada cuestión al mismo tiempo que lo hacen sus representantes en el correspondiente órgano legislativo es importante en un momento en el que parece existir un cierto divorcio entre política y ciudadanía. El debate, incluso la controversia, pueden resultar enriquecedores y ayudar en el alumbramiento de soluciones a problemas a veces demasiado tiempo estancados, si ponemos en común antes aquello en lo que estamos de acuerdo que lo que nos suscita discrepancias, si buscamos realmente un diagnostico claro del problema, antes que profundizar en el mismo para desgastar al oponente o para reforzar posturas propias.

Como hablante nativo de una de las modalidades del aragonés (y en esa condición realizo fundamentalmente estas reflexiones, aunque supongo que resultará difícil sustraerme de mi condición de responsable político implicado) pienso que la urgencia de la Ley de Lenguas lo es fundamentalmente para intentar salvar lo que queda de dichas modalidades, las cuales en un siglo han pasado de ser el código de comunicación hablada habitual de una inmensa mayoría de los habitantes de las comarcas, sobre todo en el Altoaragón, a ser utilizadas por apenas unos miles de personas de forma habitual, generalmente además personas muy mayores que con su rápida desaparición biológica aceleraran el proceso de desaparición también de su lengua vernácula. Resulta sorprendente que una sociedad que ha llegado a un consenso bastante generalizado respecto a la conveniencia de preservar la biodiversidad en materia medioambiental, no manifieste la misma preocupación ante el riesgo de desaparición de un elemento clave de su diversidad cultural y de su identidad.

No voy a repetir aquella frase un poco dramática y muy maximalista de que "un pueblo que pierde su lengua pierde su libertad". Afortunadamente, la libertad no depende tanto de que idioma hablemos sino del compromiso personal y colectivo de forma permanente (porque nunca somos suficientemente libres) con una serie de valores, principios y formas de proceder. Pero sí que me parece pertinente que quienes hemos tenido la fortuna de vivir en este inicio de siglo XXI, con más recursos económicos, técnicos y sociopolíticos que ninguna otra generación anterior, nos planteemos si estamos dispuestos a dejar desaparecer sin hacer nada por impedirlo esa inmensa riqueza que constituyen las diversas formas de expresarse, hoy prácticamente recluidas a tres de las cuatro comarcas pirenaicas.

EN MI OPINIÓN es fundamentalmente para preservar lo que queda de las hablas del aragonés, para lo que hay que aprobar cuanto antes esta ley. Porque preservar la diversidad cultural y reforzar los elementos que más personalizan nuestra identidad colectiva, debe constituir un objetivo prioritario e irrenunciable para la sociedad aragonesa. Por ello me resulta chocante el empeño de ciertos colectivos en situar el foco en otra de las lenguas que se habla, en distintas modalidades dialectales, en otra parte del territorio aragonés: el catalán de las tierras orientales de nuestra comunidad. A tal punto que puede terminar pareciendo que el objetivo principal de la Ley de Lenguas es fundamente preservar el catalán en dichas comarcas. Yerran desde mi punto de vista quienes suscitan la controversia en estos términos.

Porque el catalán es una lengua muy consolidada incluso en dichas comarcas y no corre ningún riesgo de desaparición y porque la ley que va a comenzar a debatirse en las Cortes en nada modifica la situación que viene produciéndose en dichas comarcas, desde que hace más de 20 años se comenzó a enseñar catalán en toda esta franja que va de Ribagorza al Matarraña. Una práctica que por cierto en absoluto ha hecho desaparecer las distintas modalidades de catalán que se habla en dichas comarcas, del mismo modo que siglos de enseñanza del castellano en Andalucía no han logrado que los andaluces dejen de cecear. Lógicamente, si en una comunidad plurilingüe como la aragonesa se aprueba una ley de Lenguas, forzosamente deberá recogerse esta peculiaridad.

Necesitamos la ley de lenguas sobre todo para que el ansotano, el cheso, el belsetano, el chistabino, el bajo ribagorzano y el patués no desaparezcan, para que se sistematicen sus normas de uso, como paso imprescindible para su incorporación al sistema de enseñanza y a su uso administrativo en las zonas donde afortunadamente prevalece. Y la necesitamos ya porque no queda más tiempo y solo de esta forma evitaremos hacernos corresponsables, las generaciones actuales, de la dilapidación de este tesoro. Es ese el objetivo y no la búsqueda de argumentos para la obtención de pírricas ventajas o, lo que es peor, para reforzar complejos ancestrales. No quiero dejar de hacer referencia a los argumentos de quienes puedan, desde una visión economicista, manifestar su inquietud por los costes en la aplicación de la ley. Utilizaré una frase de Victor Hugo en relación con el precio de la cultura: "Decís que la cultura es cara, pero lo más caro para una sociedad es la ignorancia".

Director general de Cultura de la DGA