La Consejería de Educación va a dedicar este año escolar 440.300 euros para subvencionar un programa de refuerzo pedagógico en 210 colegios aragoneses. De entre las muchas soluciones que se han puesto en práctica a nivel mundial para paliar el grave problema que supone el fracaso escolar, el refuerzo pedagógico ha sido la que ha proporcionado mejores resultados. Por fortuna, hay suficientes investigaciones, cuyos resultados permiten conocer los requisitos mínimos que han de darse para que esa medida sea eficaz. De manera muy resumida, comentaré los más significativos con el propósito de contribuir a iluminar a los ejecutores de dicho programa.

Hoy se sabe que una condición fundamental es que el profesorado dedicado a esa función forme parte de la plantilla de cada colegio, lo cual no quiere decir que tenga que ser el mismo que imparte la docencia ordinaria con los alumnos. Pueden ser unos profesores especialmente dedicados a apoyar y reforzar los aprendizajes y los comportamientos de los alumnos con problemas, trabajando en íntima colaboración con el resto de docentes, ya que para que el programa tenga éxito es necesario que se comprometan con todas y cada una de las labores de planificación y gestión curricular. Es obvio que la mejor manera de evitar que exista alguna dicotomía entre los profesores ordinarios y los dedicados al refuerzo pedagógico es que sean los primeros quienes realicen esa labor. Sin embargo, esa alternativa tiene bastantes inconvenientes, siendo el mayor que, por regla general, la labor pedagógica realizada en el horario no lectivo se convierte en una repetición intensiva del trabajo realizado durante la jornada escolar ordinaria, en lugar de trabajar de manera contrabalanceada sobre las competencias más fuertes y débiles de cada alumno. Para evitar ese problema, se aconseja que el profesorado posea una formación especializada, tanto en lo que respecta al conocimiento de las variables más y menos relevantes en la configuración del fracaso escolar, como en el diseño y puesta en práctica de las estrategias metodológicas más apropiadas en función de cada problemática.

Un aspecto que suele generar muchos problemas es el relacionado con la determinación de los alumnos que han de ser objeto del refuerzo pedagógico. O dicho de otro modo, la duda radica en saber quién ha de ser el encargado de determinar qué alumnos deben ser objeto de ese apoyo pedagógico: la dirección del centro, la inspección, los orientadores escolares, o los profesores ordinarios. Todas las investigaciones existentes demuestran que la peor opción es que esa decisión sea tomada por algún profesional de forma independiente. Por el contrario, la mejor opción es que sea decidida conjuntamente por ese grupo de profesionales, no solo por la necesidad del trabajo en equipo que se requiere para que el refuerzo pedagógico sea eficaz, sino también para evitar corruptelas.

Un dato objetivo que debe ser tenido en cuenta a la hora de planificar un programa de refuerzo pedagógico es que el fracaso escolar es acumulativo. Es decir, comienza en el primer curso de la enseñanza primaria y va aumentado el porcentaje de un curso al siguiente como si fuera una bola de nieve, lo cual demuestra que los pocos alumnos que se recuperan son neutralizados por los que se incorporan a esa lacra a medida que se asciende en los sucesivos cursos y ciclos, llegando a unos porcentajes escandalosos en los cursos de la enseñanza secundaria obligatoria (ESO). Por ello, los expertos coinciden en afirmar que, aunque se den todos y cada uno de los requisitos mencionados en los párrafos anteriores, si el refuerzo pedagógico no se inicia en los primeros cursos de la enseñanza primaria sus efectos suelen ser mínimos, o en algunos casos nulos.

Grecia fue el país pionero de Europa en implantar el refuerzo pedagógico fuera del horario escolar con el objetivo de prevenir y paliar el fracaso escolar. A tal fin invirtió importantes cantidades de dinero (una buena parte procedente de la Unión Europea) y un considerable esfuerzo personal. Por desgracia, los resultados fueron catastróficos por no haber respetado esos requisitos a los que he hecho alusión. Como la impartición de esos programas por parte del profesorado ordinario, fuera del horario escolar lectivo, era remunerada como horas extras y como, además, se exigía que la inclusión de los alumnos en el programa fuera prescrita por un psicopedagogo, los sindicatos de profesores llevaron a cabo preocupantes campañas de presión para que los padres solicitaran un diagnóstico psicopedagógico en el momento en que apareciera el más mínimo problema de aprendizaje de sus hijos. El efecto más inmediato fue que el número de niños diagnosticados como disléxicos, con dificultades de aprendizaje, o con déficit de atención e hiperactividad, ascendió a límites estratosféricos.

Ojalá esta interesante experiencia puesta en marcha por la Consejería de Educación sea un éxito, aunque leyendo la convocatoria surgen serias dudas de que pueda lograrse una mejora de las estrategias de aprendizaje del alumnado y el desarrollo de sus competencias matemáticas y lingüísticas. No parece que al profesorado se le exija una preparación especializada. Es algo incomprensible que el programa comience con los alumnos del cuarto año de primaria. Con unos grupos de alumnos integrados por un mínimo de ocho y un máximo de quince, difícilmente se podrá individualizar la enseñanza. Es más que evidente que cuatro horas semanales no son suficientes para recuperar el retraso académico acumulado a lo largo de varios años. No hay ni un solo criterio objetivo para seleccionar a los alumnos. H *Catedrático jubilado, Universidad de Zaragoza