Pese a ser muy escandalosas, las cifras de la crisis de los refugiados que vivimos este verano no conmueven a los políticos ni siquiera para hacer algo para lo que han sido elegidos como es gobernar en sus países o en las instituciones europeas. Por el contrario, asistimos a una dejación de su responsabilidad ante una de los mayores problemas --anunciado-- a los que se enfrenta Europa. Quizá el problema está en la frialdad, en la deshumanización de las cifras, y a lo mejor habría que empezar a hablar de personas y de la historia para recordar, por ejemplo, el calvario padecido por los refugiados republicanos españoles en 1939, cuando el fin de la guerra civil y la persecución los empujó a abandonar el país. Y también habría que hablar con propiedad. No es lo mismo un refugiado que un inmigrante. Al primero, un conflicto armado le fuerza a abandonar su país. El segundo lo hace por iniciativa propia, legal o ilegalmente. Mezclar refugiados con inmigración es una forma torticera e inaceptable de buscar un rédito electoral a esta crisis.