Llegan a miles. Y no son los fornidos o fibrosos veinteañeros que relacionamos con la imagen de las pateras. Vienen familias enteras, con tres generaciones compartiendo la misma huida. Aunque ahora la padezcan no escapan del hambre sino de la guerra. No conviene confundir --pese a que ambos busquen una vida mejor--, inmigrantes con refugiados. A todos les palpita la sangre en las venas, comparten el riesgo de los caminos inhóspitos, los mares traicioneros y el trato con los buitres que acechan sus ahorros de supervivencia. En las orillas son recibidos con compasión, avergonzados los países del sur del peaje en naufragios que vienen pagando. Pero en la nueva ruta terrestre de los Balcanes, el trayecto hacia el interior de la Europa que les puede dar cobijo y futuro inmediato exige cruzar fronteras y ahí, amigo, les esperan las concertinas, los perros, los gases lacrimógenos y los campos que a poco que se complique serán de concentración. Para evitar tanta angustia, algunos se fían de la caja de un camión sin ventilación que será su tumba, conducido y fletado por ciudadanos de la unión haciendo su agosto con los desesperados. Hoy, en Berlín, Rajoy tomará nota de lo que le diga Merkel sobre cómo llevar esta crisis migratoria (en la que Alemania, por cierto, está dando lecciones). Seguro que al vender la burra pretendidamente bilateral habla de solidaridad. Veremos si recuerda cuando hace un mes Europa propuso a nuestro país acoger a 4.300 refugiados y se le contestó que, si acaso, a unos 1.300. Periodista