Los primeros años del siglo XXI pasarán a la historia por ser el escenario de la caída al vacío de la socialdemocracia europea tal como fue concebida después de la segunda guerra mundial. Vamos con tres ejemplos rápidos. En Grecia, del 2009 al 2015, pasó del 44% de los votos al 6%. En un país de circunstancias opuestas, Holanda, en solo una legislatura se ha derrumbado del 25% al 6% en las elecciones de hace solo unos días. En Francia, un presidente (François Hollande), por primera vez, no ha querido optar a la reelección, y el primer ministro (Manuel Valls) ha sido derrotado en las primarias del partido. Obviamente, mención aparte merece Martin Schulz, que sí parece ir como un tiro en Alemania, pero aquí el análisis es otro. Primero porque hablamos del país que dicta las normas al resto, y segundo porque el SPD no tiene, según muchos expertos, competidores viables a su izquierda y sí mucha gente a su derecha.

Hay que añadir a la lista de fracasos el más cercano y más conocido caso de España, donde la travesía del PSOE camino del abismo deja muestras casi diarias de cómo no se deben hacer las cosas. La guerra civil que ha implosionado en un partido otrora gobernante amenaza con dejar demasiados heridos. Gane quien gane (o mejor dicho, aun ganando la candidata de facto de la gestora/aparato) lo más probable es que solo quede un solar allí donde debería haber un pilar necesario para las democracias española y europea.

El paso del tiempo ha demostrado que ante el aluvión de políticas neoliberales que impera en el continente, los socialdemócratas o bien se han adaptado a ellas (gobiernos de coalición con la derecha) o como mínimo han mostrado pasividad o una confusa neutralidad al no defender con decisión el Estado de bienestar, su principal razón de ser y la causa de sus éxitos pasados. Su paulatina renuncia a los ideales de igualdad, solidaridad y redistribución les ha colocado en un espacio difuso y poco reconocible.

Lo demás, ya se sabe: los llamados populismos de derecha e izquierda son la respuesta a esa carencia convertida en decepción, y los socialdemócratas, lejos de elaborar una alternativa, se pierden en discursos circulares, llenos de palabras vanas y mensajes obvios, que apelan a la emoción del momento pero que no arrastran rigor político ni programático. La conclusión es evidente: la socialdemocracia está obligada a reinventarse. En algunos sitios, como en España, a volver a nacer. H *Periodista