Cuánto dolor y cuánta angustia hemos contemplado en quienes se han visto obligados a desalojar su hogar desconociendo cómo lo iban a encontrar más tarde, cuando las aguas desmadradas del Ebro tornasen a su cauce. ¿Por qué lo que debiera ser un fenómeno natural autorregulado deviene con tanta frecuencia en un evento devastador? Las fuerzas de la naturaleza se han mostrado una vez más con toda su virulencia y capacidad destructora; la diferencia estriba en que en esta ocasión se ha tratado de un siniestro anunciado, previsible; con un largo preludio en el que nadie ha sido capaz de dar con la solución pertinente. Y, aunque, en efecto, la falta de respeto al dominio natural del río haya podido tener su influencia negativa, no es menos cierto que las poblaciones afectadas llevan ahí siglos y desde antaño han padecido grandes avenidas en las que, paradójicamente, el nivel del agua ha subido menos. ¿Qué ha impedido la limpieza del cauce sin perturbar otras actuaciones de la misma índole, como los sucesivos dragados del Ebro en el entorno de la Expo? Al margen de ciertas salidas de tono, entre las que destaca alguna intempestiva reivindicación, quedémosnos con los matices más positivos del suceso, como la colaboración solidaria de los vecinos, la excelente coordinación de medios y recursos, el eficaz apoyo de la UME, o la esperanza de que esta vez, por fin, se encuentre una solución efectiva y duradera. Y, por último, confiemos también en que tal solución no redunde o se base en el menosprecio de la legislación defensora del medio ambiente y de la naturaleza, ya de por sí con escaso poder real de protección, y a la que impíamente se suele atacar, vilipendiar y doblegar con cualquier pretexto. Escritora