Parecía viajar en una burbuja. Nada conseguía distraerle. Nada le perturbaba ni captaba su atención. Mientras él ya se había acomodado en el asiento asignado, el resto de pasajeros trataba todavía de encajar sus maletas y las bolsas en los huecos libres. Los miembros de la tripulación fueron los últimos en ocupar sus sitios como mandan los protocolos. Él continuaba ensimismado. Los estrechos asientos del avión permitían a los otros dos pasajeros percibir el repiqueteo de sus dedos y el compás de sus pies golpeando el suelo del aparato. No solo no era molesto. Transmitía una mezcla de serenidad y energía. Una vez pasado el despegue intentó dormir y descansar durante un rato. Pero unos minutos después, las nubes no le regalaron el sueño que esperaba y volvió a abrir los ojos. Estuvo unos minutos con la mirada fija en el asiento de delante. Mirando más allá de la publicidad de la compañía aérea.

Después sacó de la mochila de tela azul oscuro que había situado entre sus piernas un cuaderno electrónico. En casi tres horas de vuelo, el joven africano únicamente levantó la mirada en dos ocasiones. Una de ellas cuando un bebé rubio y risueño cruzó el pasillo tratando de no perder el equilibrio aferrándose a las manos que se iba encontrando por el camino. También se encontró con la suya.

El joven hizo una pausa en su tarea para lanzarle una amable sonrisa, ayudarle en su tambaleante camino y después continuó en lo que estaba. Y estaba en su burbuja. Su tableta digital, a la que había conectado unos cascos blancos, contenía decenas de partituras de música que iba repasando lentamente.

Daba la sensación de que deslizaba el dedo de una a otra solo cuando había conseguido memorizarlas. Adelante y atrás con sus partituras. Una y otra vez. Y siempre la mano, casi cerrada en puño, marcando el ritmo imaginario que volaba en su mente y que recibían sus oídos.

En una vista rápida se podían leer en el pequeña pantalla algunas anotaciones escritas en francés. Y también destacaban algunas de las notas señaladas en un color amarillo fluorescente. Cuando estábamos a punto de aterrizar y el traqueteo del avión le impidió seguir concentrado en su tarea se quitó los cascos. Después de enrollarlos cuidadosamente, los guardó de nuevo en un lateral de su bolsa.

A continuación apagó la tableta y la guardó en su funda negra. Estaba terminando el delicioso ritual del aprendizaje. Apoyó la cabeza sobre el respaldo y volvió a cerrar los ojos. Las ruedas del avión tocaron tierra. Sus manos siguieron con el repiqueteo. Y sus pies y piernas mantenían también el ritmo. Y mientras todos cogíamos bolsas y maletas, él seguía repasando en su cabeza los últimos compases.