Desde que aquel día por San Jorge en Miranda anunciara que la permanencia estaba virtualmente amarrada, una forma optimista de ver las cosas que fue mayoritariamente compartida, César Láinez ha vivido un tormento. El Real Zaragoza no ha vuelto a ganar (4 puntos de los últimos 18 por los extraordinarios 11 de 15 primeros) y el camino hacia la salvación matemática se ha convertido en un terrible dolor de muelas, una agonía que no tuvo fin hasta que ayer en Gerona un silencioso pero visible pacto de no agresión culminó en el punto definitivo y otro año más en Segunda. En este último mes y medio, Láinez ha vivido una tortura, un sufrimiento personal que ha verbalizado cada vez que ha tomado la palabra. De su boca han salido muchos lamentos y constantes afirmaciones cargadas de solemnidad. Así lo ha dicho: para él este ha sido el momento de mayor responsabilidad de su honda carrera deportiva, la permanencia el título de más valor y esquivar el descenso, un gran triunfo. Láinez por fin respira. Podrá dormir tranquilo. El suplicio que comenzó en el descanso frente al Getafe ha acabado.

Se edulcore como se edulcore, la salvación es un premio birrioso y absolutamente menor para el Real Zaragoza, pero cuya consecución hay que atribuir por completo a Láinez y a aquellos benditos minutos finales contra el Sevilla Atlético en La Romareda, la roja a Silva y la cantada de Saja, que despertaron al consejo de un letargo y una inacción que mandaban al equipo directamente al abismo con Raúl Agné de conductor suicida y el acelerador a fondo.

Su entrada en el cargo fue fantástica y ahí se fraguó la permanencia. Luego, la manera en que ha acabado la Liga ha sido triste, tan desastrosa y sombría como el resto de la temporada. Parece nada, porque nada es que el Zaragoza celebre un objetivo tan diminuto. Pero peor hubiera sido sin Láinez.