Las relaciones de la UE con Turquía nunca han sido muy buenas. Lo demuestra el hecho de que en 1987 aquel país presentó su candidatura a la entonces Comunidad Económica Europea, las negociaciones de adhesión no empezaron hasta el 2005 y hoy, cuando el autoritarismo del presidente Erdogan hace improbable su entrada en el concierto europeo, están encalladas. Cuando la durísima represión tras el fallido golpe de Estado de julio está laminando el sector de la enseñanza y de la comunicación, además de a la oposición, es obligado que desde Bruselas se oiga una voz de condena que en este caso ha sido la del Parlamento Europeo, aunque el voto que pide la suspensión de las negociaciones no sea vinculante. Pero con la crisis de los refugiados que no se ha sabido gestionar de una forma decente ni de acuerdo con los valores de la UE, Turquía sigue siendo un vecino necesario. A Ankara se le ha convertido en el gendarme que bloquea la llegada de miles de refugiados a cambio de condiciones, muchas incumplidas. Y ahora Erdogan amenaza como represalia al voto del Europarlamento con abrir sus fronteras. Esta crisis se mueve de momento en el terreno de la retórica, pero lo cierto es que el sentimiento antiturco está creciendo en Europa y el antieuropeo en Turquía, lo que es una mala noticia. Y lo más lamentable es que se convierta a los refugiados en moneda de cambio.

Rajoy retomó la semana pasada el diálogo con los sindicatos y las patronales. Más que retomarlo, lo reinició porque estaba en dique seco desde la reforma laboral al inicio de su primera legislatura. Con ella definió su modelo de salida de la crisis: devaluación del precio de los salarios para que las empresas recuperaran beneficios y pudieran liberarse de la deuda que acumulaban. Esos objetivos se han logrado. Según los datos del Banco de España, los beneficios de las empresas han crecido casi el 13% en los tres primeros trimestres del año. En ese mismo periodo, el gasto en salarios aumentó solo el 1% mientras que el salario medio subió el 0,1%. Es evidente que la recuperación no está llegando de la misma forma a las empresas que a los trabajadores. Llegados a este punto, Rajoy marcó su línea roja en el diálogo social: no piensa derogar la reforma laboral que ampara esta situación de creciente desigualdad. Pero está dispuesto a reformarla si hay acuerdo entre patronal y sindicatos. Esta ranura y la precaria mayoría del Gobierno -como se vio en la votación en el Congreso para aumentar el salario mínimo- son la última esperanza que queda para salir de este atolladero. Los sindicatos se han desgañitado exigiendo la mejora de los salarios y la derogación de la reforma laboral. Ahora tienen la oportunidad de conseguirlo. Y la patronal debería ser consciente de que sin mejorar los salarios tampoco aumentará el consumo.