Yibuti es el segundo país más pequeño de África, menos de un millón de habitantes en un territorio que es la mitad de Aragón. No tiene petróleo ni gas ni diamantes, pero cuenta con una materia prima excepcional que es el motor de su próspera economía: la situación estratégica en el mar Rojo y frontera con países riquísimos en recursos naturales. Ahí tienen bases los ejércitos de Francia, EEUU, Japón, Arabia Saudí, Italia y China, y de allí arranca el primer tren de alta velocidad africano que llega hasta Etiopía después de cruzar Nigeria. Lo ha hecho China con sus propios materiales, sus propios trabajadores y los 8.000 millones de dólares que ha prestado mediante trueques, que es el principal modelo de negocio en África. China llama «cooperación» y el Banco Mundial «crecimiento» a lo que es un saqueo en toda regla: la construcción de ferrocarriles, carreteras, presas y hasta palacios presidenciales a cambio de explotar por muchos años los recursos naturales: petróleo, gas, minas de diamantes, uranio, coltán o platino. China, con su propia mano de obra, ha invadido los sectores más productivos de África, ha arrasado con sus tejidos sintéticos el mercado textil del sutil y colorido algodón, y ha dejado sin futuro a millones de africanos que se juegan la vida para llegar a Europa. Hace mucho tiempo que África cayó presa de la avaricia bárbara de la civilización, como denunció Tagore. Pero la civilización, desde China a Estados Unidos pasando por la sorda y pasmada Europa, se blinda contra el africano hambriento mientras le sigue quitando el pan y colonizando su tierra.