Primero causó estupefacción la inacción del Govern al día siguiente de la proclamación (simbólica, ¿no?) de la República Independiente de Catalunya. Ahora no deja de ser sorprendente que todo el espectro secesionista, a la vista de que tienen a sus principales figuras en la trena, no haya cerrado filas reeditando una nueva edición de Junts pel Sí, más amplia si cupiera. En vez de ello anda cada cual buscándose la vida, tras hacer los cálculos electorales pertinentes. Esquerra, que va de subidón, se ha quitado de encima a los cataplasmas del de PDECat, la antigua Convergencia. Los de la CUP están de mambo. Puigdemont anda el hombre abriéndose un hueco a codazos porque, si no, sus colegas le dejarían en la estacada. Nos pondremos de acuerdo tras el 21-D, dicen todos. Acordaremos puntos comunes en los respectivos programas, agregan. Pero a pesar de sus aspiraciones separatistas, de su fervor identitario, su situación es tan típicamente española, que parece cosa de chiste patriótico, ocurrencia de Gila, de Eugenio o qué se yo.

En realidad, yo les invito a que hagan una prueba: cojan un discurso nacionalista proceda de Madrid o de Barcelona (o de Bruselas) sustituyan en él España por Cataluña (o viceversa), derecho a decidir por respeto a la Constitución, DUI por 155... Poco más, porque el resto sirve tanto para ir como para volver. Los dos bandos reclaman democracia, exigen reconocimiento, exaltan a su respectivas patrias, ofrecen un diálogo constructivo, responsabilizan al contrario de todos los males... Si no les ves la cara o la bandera, podrías confundirlos.

En fin, ya veremos qué pasa el 21-D. Mientras, en el País Vasco también los nacionalistas de allí andan mirándose de reojo: los de Bildu intentado replicar la movida catalana, los del PNV templando gaitas, midiendo el terreno (y el cupo, que Rajoy se lo ha puesto a huevo) e intentado no verse arrastrados por el tumulto republicano de sus primos mediterráneos.

División política, codazos entre compañeros, cortoplacismo, electoralismo barato... O sea, España.