Thierry Frémaux, director del festival de cine de Cannes, ha hecho públicas dos decisiones cuestionables. Una es, tras la movida del año pasado, el veto en la sección oficial (a concurso) del certamen a las películas producidas por Netflix u otro servicio de streaming: «La historia del cine y la de internet son dos cosas distintas», ha dicho. Y se ha quedado tan ancho. Otra, más frívola pero también importante, la prohibición de los selfis en la alfombra roja.

No quiero detenerme en mi desacuerdo con ambas cosas, incluso con lo de las autofotos: es curioso, hasta entrañable, que Frémaux le dé tanta importancia a algo tan normal en el 2018 que es casi un acto reflejo (para él, una práctica «ridícula y grotesca»). Tampoco quiero reincidir en una de las cosas que más me obsesionan, la evidencia de que hoy las buenas películas no son exclusivas de ningún medio ni patrimonio de una sola pantalla. Pero sí me apetecía darle la vuelta al veto, sobre todo al primero. ¿Y si la noticia no está tanto en la demostración de fuerza de Cannes como en la de su debilidad? ¿Y si ese veto es más nocivo para el festival que para el cine en presente? Obviamente, escribo desde una perspectiva externa y, en consecuencia, incompleta.

Pero, desde esta postura externa, me resulta más preocupante la decisión de Cannes de claudicar, esa negativa -encima, verbalizada con altivez- a adaptarse a los tiempos y a una realidad audiovisual cambiante a la que, tarde o temprano, tendrá que ceder, que la ausencia de momento de películas de Netflix u otras plataformas en su sección oficial. H *Crítica de cine