La derecha ha celebrado con insultante alegría el fracaso cosechado por los sindicatos el pasado domingo. Lógico. Pero también algunas izquierdas han reaccionado con un regocijo... incomprensible. Porque el problema, a día de hoy, no es que se vayan al garete unas centrales burocratizadas, envejecidas y tocadas por la maldita corrupción, sino que no hay ninguna otra cosa que venga a sustituirlas. CCOO y UGT han sido (al menos hasta el 2013) las únicas grandes organizaciones de naturaleza social con una probada capacidad de movilización. Y ahora están hundidas, justo cuando los salarios caen a plomo y cuando el repunte de la inflación no indica tanto una renovada alegría económica como el afán depredador de eléctricas, petroleras y otros oligopolios.

¿Las mareas? Sí, las mareas están muy bien: unitarias, asamblearias, abiertas... pero no son un movimiento estable, bien organizado y constante. Más que mareas han sido marejadas. Desmoronados aquellos sindicatos (que por cierto nunca lograron homologarse en afiliación con los del resto de Europa, y de ahí vino lo que vino), ahora la ciudadanía de a pie ha perdido casi toda su capacidad de respuesta. Quedan las bravatas, las soflamas, las intenciones de poner el sistema patas arriba mediante gestos. Pero la correlación de fuerzas se ha desequilibrado.

Está claro que las dos grandes (¿grandes?) centrales no son ni sombra de lo que fueron. Sin embargo, nadie podrá negar que, antes, contribuyeron de manera muy relevante a mejorar salarios y condiciones de trabajo. ¿Quién hará eso a partir de este momento? ¿Quién o quiénes recuperarán los derechos laborales que la crisis (o lo que fuere) se llevó por el sumidero?

Vamos hacia modelos políticos mucho más desestructurado y líquidos. Como en Estados Unidos, se suele decir. Pero, claro, allí, en Norteamérica, la sociedad civil está muy organizada: participa, cotiza, actúa... Aquí, millones de ciudadanas/os se han acostumbrado a no estar en nada y que se lo den todo hecho. Son corderitos en medio de los lobos.