Cuarenta mil jóvenes abarrotan cada curso las innumerables facultades donde se imparten grados de Periodismo o similares. El dato me parece una anomalía social y académica; no porque uno esté en contra de los centros que pretenden formar profesionales de la información, sino porque tan enorme matrícula solo tiene una explicación: esos alumnos y sus familias ignoran en qué consiste mi oficio, su actual crisis y el hecho de que la mayoría de quienes lo quieren aprender jamás tendrán la oportunidad de ejercerlo.

El periodismo siempre fue una vocación de minorías. Es verdad que ahora la revolución tecnológica nos ha metido a todos en la comunicación, quieras que no, pero cubrir profesionalmente la actualidad es otra cosa. Implica la voluntad de controlar el poder, de contar lo que los jefes (políticos y sobre todo fácticos) no quieren que se sepa, contextualizar aquello que ocurre para que el público entienda su significado último, indagar, investigar, jugarte el tipo... y por encima de todo defender tu independencia (que no significa carecer de ideología y de criterios, sino todo lo contrario).

Además hay que tener la vanidad muy olvidada, la calma por toneladas y un poderoso sentido del humor. No todo el mundo vale para esto. Aquí me tienen a mí, un modesto comentarista de provincias. En las últimas semanas he recibido o conocido la reacción de personas que me llamaban comunista, antiespañol, españolista, falso izquierdista, exprogre (este apelativo me ha hecho mucha ilusión), podemista, errejonista, sociata (sí, aunque Lambán no se lo crea), vendido, pijoprogre y otras cosas más que no cito porque ya vale con lo que vale. Algunas veces, estas alabanzas me llegan tarde por que no estoy ni en Twitter ni en Facebook (me da pereza, lo siento). Pero me las tomo con buena filosofía y mucha comprensión. Incluso la mayoría de ellas me parecen razonables. Siempre quise ser periodista (sabiendo muy bien de qué iba la cosa). A mí esto me da marcha, me entusiasma y me hace feliz. Soy un tipo raro, por supuesto.