Quizá no debería escribir esto pero seguro que me permite la licencia. Porque voy a hablar de fútbol, pero desde el prisma del aficionado. Al cabo, una perspectiva bien válida para el análisis. Hacía tiempo que no acudía a la Romareda ataviado con la elástica blanquilla, bufanda al cuello y mochila con la merienda al hombro. Lo más importante lo llevaba en la mano, sin soltarlo ni un segundo. Era mi hija de 8 años, con similar indumentaria a la de su padre y una sonrisa deslumbrante. Fútbol del bueno. Del mejor. Sin cuaderno ni bolígrafo. Sin aditivos ni colorantes. Fútbol en familia. Fútbol en la sangre.

Disfruté como hacía años. Lo hice antes, cuando compartí ilusión y nervios con mis amigos Ana, Antonio y Santi. También mientras repasaba el semblante concentrado propio de la ocasión de unos y otros. Había mucho en juego. Cerré los ojos y reí como un niño cuando volví a oler la hierba al acceder al campo. Otra vez aquel delicioso aroma que me sedujo en la niñez. Con otras compañías. Con otra mano pegada a la mía. Cuando todo era fútbol. Cuando el fútbol lo era todo.

Gocé y me emocioné cuando la Romareda recibió a los suyos con un precioso tifo que prometía amor eterno y me sentí más vivo que nunca.

Sufrí disfrutando y disfruté sufriendo. Grité, maldije y aplaudí. Y sonreí. Mil veces lo hice. Ganó el Zaragoza y gané yo. Felicidad en estado puro.

Luego tocó el análisis, ya con camiseta y bufanda en el cajón de las joyas. Confirmé lo que la pasión no me había ocultado: que el Zaragoza brilló en la primera parte y padeció de lo lindo en la segunda. Reviví el glorioso rescate de la Romareda a su equipo cuando este agonizaba. Un domingo de comunión con las mejores galas. Como Dios manda. Y volví a aplaudir mil veces. Muchas de ellas a Natxo González, para premiar y reconocer su decisiva actuación en la victoria. Tan mal vio el técnico a su equipo en la reanudación que a falta de media hora para el final ya había hecho los tres cambios. Hay quien criticará semejante osadía apelando a una imprudencia temeraria que pudo salir cara en caso de lesión. Pero Natxo sabía que esa podía ser la única forma de ganar el partido. Debía tomar una decisión. Y la tomó. No hay muchos entrenadores que lo hagan. Y el Zaragoza se levantó de la lona, aguantó y rebajó la agonía y la angustia. Desde entonces solo sufrió. Mis respetos, señor entrenador.

Pero permítame retomar el otro prisma. El del seguidor que comparte sonrisas con otros en el tranvía. El que elige abandonar la Romareda cuando ya no queda casi nadie después de brindar el último aplauso a los héroes. El que, camino de casa, trata de describir un sentimiento a una niña de ocho años todavía dueña de esa mirada tan alucinada como alucinante. Permítame trasladarle a usted lo que fui y lo que soy. Y disculpe si no le importa. Lo siento mucho pero lo siento mucho.