Sin duda, la salud constituye un pilar básico del bienestar humano, pero la disponibilidad de servicios sanitarios está en gran parte supeditada a la existencia y proximidad de un número elevado de usuarios, condición propia de las grandes urbes. Quienes viven en pequeños núcleos aislados ni siquiera cuentan con un médico general, ni, por supuesto, aún menos con un hospital; la enfermedad en tales casos supone un trance problemático y un obstáculo que impide el asentamiento de muchos potenciales pobladores, entre ellos algunos mayores que aspiran a un placentero final de sus días.

Se comprenden y admiten estas carencias, pues resulta lógico razonar que todo lo que la medicina actual ofrece virtualmente no puede llegar hasta el último rincón de una Comunidad muy extensa y aquejada de despoblación. ¿Y si ese entrañable lugar se llama Teruel? ¿Acaso la tercera capital de Aragón es también un espejismo que se desvanece cuando nos aproximamos a ella; que solo adquiere apariencia real cuando le sobreviene una granizada de órdago? Los sufridos pacientes oncológicos turolenses, incluidos los residentes en la capital, tienen que soportar un viaje que puede superar las tres horas para recibir el tratamiento de radioterapia en Zaragoza, circunstancia que también afecta a los de Huesca, con el único atenuante de que el viaje de los oscenses es más breve. Hoy, cuando el cáncer, aun siendo una terrible enfermedad, no implica necesariamente una sentencia fatal, es triste constatar cómo no todos los ciudadanos tienen las mismas posibilidades de acceso al tratamiento revitalizador, lo que atenta contra al principio de equidad más elemental. Todo lo relacionado con la salud son cuestiones extremadamente sensibles, que requieren máxima prioridad. H *Escritora