A veces el silencio es la peor mentira" decía Unamuno. Durante setenta años el silencio sobre la muerte de casi de 40 personas en Jarque de Moncayo el 28 de agosto de 1936, ha sido una mentira atroz porque, a pesar de parecer que nada había ocurrido o que todo se había olvidado, las víctimas, los familiares de los fallecidos, no han dejado de sufrir durante este tiempo ni se han podido liberar del trauma psicológico que padecieron. Aquel fatídico 28 de agosto amaneció en Jarque tomado por la guardia civil y voluntarios paramilitares alistados en la Falange. Como en tantos lugares, cerca de cien personas fueron detenidas con el único cargo de estar en una lista negra elaborada por afines al levantamiento militar. Algo más de la mitad de los detenidos quedaron en libertad condicionada por el horror y el miedo, y el resto fueron abatidos a tiros o fusilados sin juicio. Uno de los primeros en morir fue el médico, y al atardecer las dieciocho personas que aún permanecía detenidas las subieron a un camión con destino incierto sabedores de que no iban a volver al pueblo.

Familiares, amigos y afines a los detenidos esperaban con horror el desenlace. Entre la muchedumbre un niño de siete años ajeno en ese momento a la tragedia, vio que llevaban a su padre atado y era empujado hasta el camión. No entendía lo que estaba pasando ni le cabía en su imaginación que, tal como escuchaba a los mayores, a su padre lo fueran a matar con lo bueno que era para él y para sus cuatro hermanos. No podía quitarle la vista y el miedo le impedía pensar qué iba a ser de ellos sin su padre. Se encontraba atenazado en una especie de nebulosa sin saber qué hacer ni qué decir. De pronto el camión puso en marcha el motor y cuando empezaba a arrancar, su padre lo descubrió entre la gente. Desde arriba no pudo decirle nada pero su mirada de dolor se quedó clavada para siempre en el recuerdo del niño. En ese momento él no sabía que quería decirle con esa forma de mirar pero desde entonces, todas las noches de insomnio, y toda su vida, han estado marcadas por el adiós definitivo de aquella mirada fugaz de su padre.

Los dieciocho detenidos fueron fusilados al atardecer en una pared del cementerio de Illueca y enterrados en una fosa común, pero tuvieron que pasar varios años para que los familiares pudieran acercarse a ella clandestinamente a colocarles flores, y muchos más años para recuperar públicamente la memoria y poder decir que no fueron unos desalmados y asesinos como los vencedores de la guerra proclamaron durante tanto tiempo. No fue suficiente con matarlos sino que además pretendían que sus familiares sintieran vergüenza y se sintieran también culpables de lo ocurrido.

AQUEL DRAMA del niño que vio partir a su padre hacia la muerte fue también el de sus hermanos, el de su madre, y el de los hijos, padres, hermanos y demás familiares del resto de asesinados. Pero no acabó aquí el dolor porque después tuvieron que soportar la humillación y el largo silencio del Estado, de la Iglesia y hasta el de los bondadosos. "Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos" decía Martin Luther King. En nuestra cultura es importante recordar a los muertos para que sigan vivos en nuestras vidas, y honramos las tumbas como un acto de amor entre seres que se pertenecen. "La vida de los muertos está en la memoria de los vivos", decía Cicerón, por eso, tal como ha escrito Martín Garzo: "Los que fueron enterrados sin amor ni lágrimas fueron deshumanizados por este acto, y recordarles es devolverles la humanidad que se les negó".

LOS RESTOS de los dieciocho asesinados de la fosa de Illueca fueron desenterrados en noviembre de 2007 e identificados mediante análisis del ADN. Finalizados los trabajos, en fechas próximas se les dará la sepultura que se les negó al morir y que durante tanto tiempo fue motivo de dolor de sus familiares por no poder honrarles dignamente. Una hija de uno de estos dieciocho muertos me decía como consuelo a causa de la muerte de un ser querido: "A lo largo de mi vida todas las noches del año rezo por mi pobrecico padre que fue muy bueno y lo mataron sin motivos. ¡Si al menos lo hubiéramos podido enterrar como Dios manda!".

Se puede pensar que remover a los muertos es remover la historia con sus odios y miserias y que esto puede ser un acto de revancha. Nada más lejos de la realidad cuando se trata de identificarlos para recuperar su memoria y no de identificar a sus verdugos. Y, en todo caso, ¿qué riesgo tiene conocer la verdad y hablar de lo que ocurrió hace setenta años? Además, como ha escrito sobre el Holocausto George Steiner, "si lo que sucedió no se reconoce, entonces no tiene más remedio que seguir ocurriendo siempre, en un eterno retorno". Hora es pues de mostrar a los que han sido objeto de tanto sufrimiento, el consuelo que nunca tuvieron al morir sus seres queridos, y de reconocer que los fusilados injustamente en aquel trágico verano del 36, fueron también unos dignos ciudadanos que, por alcanzar una vida mejor, creyeron en valores que 40 años después quedaron plasmados en la Constitución Española.

Ingeniero T. Agrícola