Vivimos una constante ceremonia de la confusión en la que la política no deja de ser un incesante baile de máscaras al que le sobra impostura y le faltan gestos. El espectáculo sale de los escenarios para ocupar la totalidad de los asuntos públicos. La credibilidad se pierde en la parafernalia con la que se trata de convencer al respetable.

Porque es muy difícil creerse las bondades de una reforma laboral que un micrófono indiscreto nos reveló que sería merecedora de una huelga general. Es complicado ver más allá de un artificio en la puesta en escena de la Secretaria General del Partido Popular, Maria Dolores de Cospedal que, esta vez sin el atrezzo del pañuelo palestino al cuello, proclama que su partido es el de los trabajadores. Se percibe gastada la escenografía de unos sindicatos incapaces de influir con contundencia en la toma de decisiones políticas. Y el líder de la oposición fuerza la voz para que se le oiga lo que tiene que decir y no decía cuando ostentaba uno de los personajes principales en el Gobierno que dejó de ser.

Faltan gestos, guiños al público que den verdad a la representación. No se está haciendo política, se está ejerciendo una política violenta como arma de destrucción masiva de los derechos de la ciudadanía. Se permite que algunos hospitales abran la veda para saltarse las listas de espera previo pago. Da la sensación de que las medidas en educación o justicia irán por la misma línea, la de abonar la entrada, impuestos aparte. Los desahucios siguen sumando exilios forzosos, las listas del paro aumentan y los cada vez más acuciados recortes sociales no ayudan a que parezca que las decisiones van dirigidas a resolver las dificultades económicas.

Lo que parece es que estamos en un sistema más preocupado de garantizar su estatus de permanencia que en buscar salidas. Será que los vericuetos del neoliberalismo esconden las puertas de emergencia. Quizá para que triunfe el mal basta con no hacer nada. Por eso no sorprende que lo único que ha desatado la ira de los responsables políticos sea la mofa que unos muñecos de látex han hecho en un programa de la televisión francesa. Recursos dramáticos. Y la excusa perfecta para aparentar que se hace algo. La pantomima que les vista como justicieros defensores de la verdad.

Pero las acrobacias no son suficientes para dotar de autenticidad al guión de la estrategia política. El miedo a males mayores quizá haya atenazado la conciencia crítica pero las cicatrices en la realidad cada vez son más profundas y escuecen en la cotidianeidad de las personas. Si las palabras no se acompañan de gestos que velen por la protección real de la ciudadanía, no valen nada. Sin guiños que ofrezcan certezas de que alguna medida es beneficiosa para la sociedad, no se generan más que escépticos desafectos con un sistema por el que se pueden sentir ninguneados. Quizá esto no importe cuando la función puede continuar pero la farsa necesita de un público que aplauda. Ese es el verdadero drama del espectáculo, que cuando suena demasiado falso, el público se revuelve en sus butacas y empieza a molestar.

Activista cultural