El 24 de agosto de 1987, un cuarentón riojano de dos cuerpos de ancho que en lugar de manos parecía tener un muestrario de zanahorias la lio parda en un bar de Calafell en el que insistieron en atenderle en catalán pese a sus reiteradas peticiones de comunicarse en español. Curiosamente, aquel día un seísmo de 4,4 grados Ritcher provoco más de un susto entre los veraneantes de esa parte de la costa barcelonesa, que notaron nítidamente cómo la tierra cimbró bajo sus pies como piel de tambor.

Sin embargo, la gente en el paseo marítimo no hablaba de otra cosa que no fuera la algarada que había montado aquel hombre que empezó pidiendo cordura y el uso de un lenguaje común y terminó cogiendo del pecho a un camarero que en comparación no era más alto que una bandurria tumbada y que insistía en blandir el idioma como arma separatista: "¡Aquí solo se habla catalán!", voceaba.

Unos cuantos años más tarde, fue uno de los cinco hijos de aquel alfareño a medio camino entre La taberna del irlandés y una viñeta de Obélix quien vivió una situación similar en PortAventura, donde una vecina de Tarragona con, según ella, "muchos, muchos" apellidos catalanes a sus espaldas (y también "uno cordobés"), sostenía entre gritos que debería haber dos colas en las atracciones. Una para catalanes y otra "para el resto".

Hace solo unos días, en la Costa Brava, donde en cada rotonda y casi en cada balcón hay una estelada, le ha llegado el turno a un nieto, de ¡apenas dos años!. Un fortuito encontronazo en la arena con una niña de su misma edad desató una inopinada llamada de atención de la mamá de esta última que incluía una reivindicación que se podría resumir así: las playas catalanas son para los catalanes.

Es evidente que el llamado problema catalán viene de muy atrás y tiene mucho por delante más allá del 27-S, el 37-S o el 97-S. Y una vez asumido que la solución no pasa precisamente por esta generación de políticos, sus giros vitales y sus perspectivas distorsionadas y distorsionantes (como la del anexionista Germà Gordó), uno podría poner sus esperanzas en las personas, pero está claro que tampoco por ahí va bien la cosa. Al contrario. Va cada vez peor. Periodista