Conforme se han ido conociendo detalles de la investigación de los atentados de Barcelona y Cambrils, se han subrayado ciertas coincidencias entre la acción terrorista que acaba de perpetrarse en Cataluña y la que desató el horror en los trenes de Madrid el 11 de marzo del 2004. En efecto, la utilización de una casa en Alcanar para preparar una explosión de grandes proporciones, el número de terroristas participantes en la organización de los atentados (12, posiblemente, en Cataluña) y el tiempo de planificación de la acción dan idea de que ahora, como en el 11-M, no estamos ante lobos solitarios, sino ante un comando organizado y con infraestructura sofisticada.

Pero donde no hay paralelismo posible entre los atentados de Cataluña y de Madrid es en la gestión de las autoridades tras el zarpazo terrorista. Por fortuna, después de los ataques de la Rambla y de Cambrils hemos tenido una información razonable, dentro de las comprensibles dificultades, por pare de los investigadores, sin que en ningún momento se haya dado pábulo a versiones alternativas ni a teorías conspirativas. La información de los técnicos ha sido respetada y ningún grupo político ha tratado de instrumentalizar el dolor. Y todo, pese a la dureza del pulso que mantienen los gobiernos de Cataluña y de España a propósito del referéndum de autodeterminación anunciado para el próximo 1 de octubre. Algo han debido aprender algunos políticos y periodistas renombrados tras el ridículo que dejaron para la historia cuando por puro interés partidista trataron de vincular a ETA con los atentados de los trenes en Atocha. Ahora, salvo algunos insensatos intentos de mezclar la amenaza terrorista con las reivindicaciones soberanistas, las autoridades políticas han sabido deslindar una cuestión de la otra. Las víctimas y quienes se han sentido zarandeados por la brutalidad desencadenada el jueves en Barcelona lo agradecerán. También algunos medios deberían tomar nota de esa forma madura de afrontar una crisis como esta. H *Periodista