El 23 de agosto de 1973, Jan Erik Olsson asaltó el Banco de Crédito de Estocolmo. Al verse acorralado, tomó como rehenes a cuatro empleados, que de forma inexplicable y obviando la violencia ejercida sobre ellos, terminaron protegiendo a su raptor de la acción de la justicia.

En febrero de 1974, Patricia Hearst, nieta del magnate William Randolph Hearst, fue secuestrada por el Ejército Simbionés de Liberación. Dos meses después de su puesta en libertad, Hearts se unió a sus captores, participando en el atraco a un banco. Patty fue condenada, a pesar de que su defensa trató de demostrar que había actuado bajo una perturbación psicológica que acababa de tomar nombre y por tanto existencia: Síndrome de Estocolmo.

En los últimos años del franquismo y en los primeros de la transición, junto a la izquierda ideológica, la lucha por la democracia fue secundada, entre otras fuerzas, por los partidos nacionalistas, que legítimamente veían en la muerte del franquismo una esperanza para el desarrollo de sus aspiraciones. En el saco del nacionalismo catalán, han cabido (sin otro pegamento que los una que el del nacionalismo), desde los sensatos próceres de CiU, afectos al capital y sus privilegios; hasta los anticapitalistas de las CUP o los terroristas de la extinta Terra Lliure. En aquellos momentos de confusión y de urgencia por terminar con la dictadura, la idea de enemigo común tuvo la suficiente fuerza como para unir a la izquierda española con las diferentes familias de los nacionalismos regionales.

Fue en ese contexto donde se fraguó una singularidad histórica: los no nacionalistas de izquierdas compraron por cuatro perras una idea abstracta que les vendieron los nacionalistas, sabedores de que lo que vendían por casi nada adquiriría todo su valor una vez que la idea germinara en el comprador y arraigara con fuerza en su discurso. Esa idea fuerza rezaba así: es absolutamente imposible ser de izquierdas y no ser nacionalista, o dicho de otro modo, declararse no nacionalista equivale a ser un facha redomado. La bandera de España es un símbolo reaccionario y todo aquel que la use queda señalado como franquista nostálgico y retrógrado y por tanto inhabilitado para obtener cualquier carné progresista.

El éxito de esa falacia ha sido de tal calibre que probablemente será estudiada por los historiadores y, con suerte, por la psiquiatría. La izquierda española viene arrastrando en las últimas décadas un enfermizo trastorno psicológico, que a falta de nombre oficial llamaré «Síndrome de España».

Entre los síntomas más recientes de esta perturbación están la confusión de la realidad, la incapacidad para reconocer trazas de fascismo en las actitudes nacionalistas más extremas, o la incompetencia para distinguir conceptos tan diferentes como libertad de expresión y golpe de estado.

El colapso del síndrome empezó a producirse cuando la razón y el sentido común se impusieron sobre la falacia; y muchos ciudadanos, que jamás se habían predicado de derechas, se sintieron arrojados a la orfandad política al no encontrar entre las filas de las izquierdas a nadie que reaccionara contra el fanatismo nacionalista catalán.

En los momentos finales del procés catalá, el síndrome ha llegado a alcanzar cotas de gravedad tales que, por fin, algunos sectores de la izquierda han empezado a renegar de él sin ambigüedades. Por citar sólo algunas voces, las de Josep Borrell, Joan Coscubiela, Carlos Jiménez Villarejo o Francisco Frutos han sonado ya con claridad, abjurando del síndrome y sacudiéndose la maldición.

Lo mismo ha sucedido en otros sectores de la sociedad que habían permanecido al margen de la cuestión. Desde Joan Manuel Serrat a Isabel Coixet, pasando por Joaquín Sabina, Eduardo Mendoza o Juan Marsé; el silencio de artistas e intelectuales se ha roto por fin a favor de la sensatez.

Otro factor que contribuye al desmoronamiento del «Síndrome de España» es el muy comprensible enfado de quienes sí sufrieron la persecución y la tortura por sus ideas durante el franquismo, al escuchar ahora a unos bien pagados revolucionarios de salón, reclamar para sí mismos la condición de presos políticos.

Si no por convencimiento, sí por oportunismo electoral (las encuestas son elocuentes), Podemos y sus marcas harían bien en promover un congreso científico en el que se debatiera sobre esa anomalía psicológica reciente de la izquierda española, que modestamente propongo denominar Síndrome de España. Si la ciencia médica acordara la catalogación del término, como hizo en su momento con el de Síndrome Estocolmo, Podemos y sus marcas hallarían tal vez el camino de la liberación.

*Escritor