Recorro ensimismado el Sobrarbe, envuelto en su solemne silencio, sus tersos paisajes de montaña y agua, ermitas y bosques. Palpita en la comarca, en el país, una latencia antigua, viva y dormida a la vez, un eco telúrico de acontecimientos que no se han desvanecido aún en el telón de la historia. Son esas torres románicas aunando la cruz y la espada las que nos hablan hoy, todavía, de conquistas y cruzadas, pero también de monjes copistas que se recreaban en los padres de la Iglesia, y secretamente en los arquetipos de Platón. O de maestros canteros procedentes de Lombardía que trabajaban la hilada para que los torreones de vigilancia fronteriza se cimentasen en las raíces de la eternidad...

Voy deteniéndome en Abizanda, para admirar en su Museo de Creencias los símbolos solares, paganos, que convivían con espetos y trébedes, con grifos y unicornios y, por supuesto, con los rituales de curanderos y brujas. Paro en Ligüerre de Cinca, donde los voluntarios de UGT levantaron un sueño de solidaridad en piedra pirenaica. Desde sus terrazales se divisan las aguas verdes, transparentes, de El Grado, donde resulta imposible resistirse al baño o al remo entre acantilados de quinientos metros donde sobrevuelan rapaces... Me informo sobre los problemas sociales y cotidianos, finanzas e infraestructuras con dos alcaldes jóvenes, Enrique Pueyo (Aínsa) y José María Giménez (Boltaña), llenos ambos de ilusión y empuje, con iniciativas e ideas propias, y, sobre todo, con un enorme amor a este pedazo mítico de Aragón forjado en la disparidad y la leyenda. Una nueva generación de políticos, dispuesta a escribir su propia página...

Al filo del anochecer arriban mis huesos peregrinos a Samitier, cuya torre vigía conecta visualmente con la de Abizanda. En la vieja abadía restaurada como hospedaje rural me reciben Raquel y Arturo Gastón. Apenas franqueo el arco de piedra y la vieja puerta del siglo XVII, apenas entro en una alcoba donde el tiempo se ha detenido, apenas me asomo al balcón para ver las Tres Sorores caigo en trance, y abajo, en el jardín, sobre un huerto, bajo una iglesia, la lúcida paz de la naturaleza sanea mis urbanas impurezas, predisponiéndome a una comunión mágica. Qusiera quedarme eternamente en Abadía Samitier, disfrutando de la hospitalidad y del exquisito gusto de los Gastón al menos tantos días como para escribir algo nuevo. Será la excusa para volver al Sobrabre.