Hace bien poco, un colega se preguntaba en voz alta cómo puede ser que todos estemos convencidos de que Pedro Sánchez cuenta con más apoyo entre la militancia socialista, pero todos sepamos que Susana Díaz ha de ganar, por fuerza, las primarias del partido. La sensación se incrementó el jueves al conocerse los avales de cada candidato y la distribución territorial de los mismos. Se masca la tragedia.

Pero lo que le pueda suceder al PSOE no queda muy lejos de aquello por lo que están pasando otras formaciones de la socialdemocracia europea. Casi todas ellas parecen quedarse sin terreno en la pugna entre los eurofóbicos parafascistas, los ultraliberales eurófilos y esa nueva-vieja izquierda alternativa capaz de describir la Europa que rechaza pero no la Europa que quiere.

En Francia el PSF ha quedado borrado del mapa. En Gran Bretaña nadie da un penique por la suerte que puedan correr en junio los laboristas. Según algunos análisis de urgencia, el rechazo de los votantes se produce porque ambos partidos encabezaron o encabezan su cartel con dos dirigentes radicales (el fracasado Hamon y el desfasado Corbyn) que han desbordado los límites del respetable centroizquierda. Otros sitúan el problema en la propia marca socialdemócrata, que ya no funciona; y teorizan que si el indefinible Macron ha tenido éxito es porque se ha catapultado desde un movimiento ciudadano de nuevo cuño.

Los militantes del PSOE pueden mirarse en cualquier espejo: el francés, el holandés, el británico, el alemán o el griego. Pueden suponer que Sánchez es el alter ego de Hamon y que Díaz es una versión trianera de Blair. O deducir que, aquí y en el resto de Europa, el socialismo oficial no llegará a ningún gobierno si no es entendiéndose con los mélanchones, iglesias, verdes, alternativos e izquierdistas en ascenso; o quizás con centristas tipo Ciudadanos. Es una evidencia aritmética.

Eso, o convertirse en los compañeros de viaje de una derecha que tiende a endurecerse. En cuyo caso pueden darse por amortizados.