Una de las cosas más curiosas de la actual política española es que todo se fía a citas concretas (con las urnas o con determinados acontecimientos institucionales), como si no hubiese un después. O sea, como si esas fechas supuestamente cruciales tuvieran algún poder mágico y fuesen capaces, sin más, de marcar un hito sin retorno posible. El secesionismo catalán lo fió todo al 1-O y luego a la histórica jornada en la que el Parlament proclamaría la independencia. Pero, claro, aquellas jornadas llegaron, pasaron... y no hubo ninguna transformación estructural nacional y republicana; si acaso la aplicación del artículo 155, en versión PP-PSOE, con Ciudadanos haciendo los coros. Ahora nos cuentan que el estado mayor separatista ya sabía que aquello era un brindis al sol. Pero pensaba que la jugada les haría ganar espacio político o margen de maniobra o qué se yo.

Ahora sucede lo mismo con el 21-D (otro número, otra letra). Los llamados constitucionalistas andan empeñados en que tal día contemplará la vitoria definitiva del unionismo y la derrota para siempre de los malvados independentistas. Aunque las encuestas parecen advertir que tal objetivo no está fácil y en todo caso precisará no solo de una participación récord sino también del posterior concurso de los de Catalunya en Comú (o sea, los de Domenech y Colau), que a lo mejor no se ponen a tiro. Claro que en el otro campo, el de los secesionistas, los programas tampoco precisan otra cosa que no sea invocar la victoria para el día 21. ¿Luego? Luego ya se verá. En verdad que los catalanes van a votar una especie de difusa expectativa sugerida, una ilusión, una nada... o casi nada.

Esto sucede porque los políticos se empeñan en plantear a sus adeptos una aspiración absoluta, una oferta programática cerrada e inalterable que no se conoce bien (porque no se explicita) sino que se intuye. Nadie adelanta cómo logrará pactar, nadie habla de negociación y diálogo, nadie propone salidas factibles... Y eso cuando las mayorías absolutas son inalcanzables. De locos.