Como buena aragonesa que soy y me siento la constancia forma parte de mi forma de ser y estar en el mundo. Esta es, en realidad, una manera sincera pero como otra cualquiera de justificar que voy a volver a hablar de las palabras. No hace demasiado tiempo, llevada por el hilo de las lecturas de mi profesión que también es pasión, he descubierto a un autor que por algún motivo se me había ido escapando: Gottfried Benn. Es posible que tenga algo que ver con el miedo, el miedo que algunos pensadores sienten al citar o referirse a otros escritores condenados por algún motivo y que, ante el temor de ser tildados de algo políticamente incorrecto o de incomodar a «los suyos» dejan por ello de referir y nombrar a los «malditos». La literatura y la filosofía están plagadas de casos, piénsese en Céline, por ejemplo. Aunque Benn además de médico era un gran escritor y pensador, tengo en común con él la dicha, la condena y ambas cosas a la vez de ser nietzscheana (con la intrínseca dificultad de entender qué pueda significar eso). Pues bien, tal «condición» me ha canjeado epítetos tan amables como fascista, racista y otras lindezas que podrán imaginar. Ser nietzscheana, a mi modesto entender, no es otra cosa sino admirar el trabajo y la persona de Nietzsche siendo en su especialísimo y único caso imposible de separar una cosa de la otra. Él era su trabajo, su obra fue su vida y ambas un profundizar hasta la locura en la comprensión, la superación y la búsqueda del hombre y Dios. Aislado, muerto de soledad mucho antes de que le matase la locura, no dejó ni por un momento de indagar en las heridas del hombre y en sus palabras, incluso aun a costa de sí mismo. Gottfried Benn también. Y así en sus aforismos describe a la palabra como «el falo del espíritu». No me resulta fácil describir la sensación que me produjo la primera lectura de la frase, una frase de 1950 además. Como se trata de un aforismo no va acompañado de ninguna explicación, claro que tampoco la requiere. Supongo que la idea que él quería hacernos llegar es el poder creador de las palabras y su capacidad de germinar pero parece evidente que al elegir ese término de la comparación, él precisamente médico, conocía bien las connotaciones de lo invasivo y penetrante que le son inherentes. «Palabras, palabras -dice en otra de sus obras allá por 1919-, sólo necesitan abrir las alas y de su vuelo caerán milenios». Y sí, las palabras germinan en nosotros y al tomar vida en cada generación se mantiene el impulso y el aliento de lo pasado injertando en el porvenir lo que de atrás viene. Y siendo eso maravillosamente así estamos más obligados que nunca a conseguir mantener tan definitiva herencia con la creación del futuro. Estamos faltos de imaginación, preñados de pasado no estamos siendo capaces de generar palabras que den nombre a lo que nos pasa y a lo que queremos que nos suceda, palabras que siembren futuro. Es verdad que el empeño tiene poco de fácil pues además de las palabras que fluyen casi solas y libres están esas otras más abstractas y sesudas, que se hacen de rogar pues provienen de la reflexión y la teoría... y la teoría, por definición, es lenta y parsimoniosa y estos solo son buenos tiempos para la aceleración y la prisa. Hoy la calma de la reflexión es casi un insulto para la razón azarosa. Yo intento que el tiempo, así entendido, no me empuje.

*Universidad de ZaragozaSFlb