Suiza es un país peculiar. La confederación de los cantones helvéticos es ejemplo de descentralización, de plurilingüismo (sin que nadie se excite por ello), de pluriconfesionalidad (resuelta mediante la libertad de cultos y una separación drástica entre iglesias y Estado), y para colmo allí se somete a referendo casi cualquier cosa. Ha sido histórico refugio de perseguidos, revolucionarios y disidentes en general. Pero desde el siglo XIX también se refugia en las cámaras de sus bancos el dinero de los ricos, los saqueadores, los delincuentes, los dictadores... Los financieros suizos nunca le han hecho ascos al origen de la pasta.

Y fíjense: la neutral Suiza, sede de tantas organizaciones internacionales, empezó a acumular capital exportando militares profesionales a toda Europa. En la baja Edad Media, los helvéticos sin nobleza e incluso marcados por la villanía supieron desbaratar las cargas de la caballería imperial afrontándola todos a una con coraje y largas picas. Desde entonces, mercenarios suizos formaron en diversos ejércitos y todavía hoy guardan al Papa católico en la Ciudad del Vaticano.

España y Suiza estuvieron y están relacionadas. Allí fue quemado en la hoguera nuestro Miguel Servet, catalogado como hereje por los propios herejes. Allí han ido a parar en tiempos más recientes, las condecoraciones y rapiñas de Franco, las joyas de doña Carmen, el dinero de las grandes familias de aquel régimen (la derecha siempre tuvo esa querencia), de los superbanqueros hispanos, de los que aquí presumían de patriotismo... Luego, con la democracia, más de lo mismo, de ahí las periódicas regularizaciones y amnistías fiscales (empezando por la protagonizada por la familia Botín) y los también periódicos escándalos (los Pujol, Bárcenas, Granados...).

En fin, ahora tenemos en Suiza a Anna Gabriel, muy recompuesta y presumiendo de ser perseguida por causas políticas. También anda por allí Urdangarin, condenado ya por un tribunal español a más de seis años de prisión, y a quien nadie osa perseguir. Qué cosas, ¿eh?