Llenarse la boca con proclamas de todo tipo y luego actuar justamente al contrario de lo argumentado resulta una práctica habitual. Todos estamos en contra de la violencia machista, del machismo en suma, pero todavía proferimos chistes que son ofensivos o exhalamos comentarios sin ton ni son en la zona de confort de los machos que viven los últimos privilegios, devastados y ridículos, de una supremacía de siglos.

El feminismo no es una manera de llevar la contraria. Ni siquiera es una ideología, que lucha por imponerse. Es una necesidad humanista, una obligación de carácter ético, indisociable del progreso del género humano, como cantaba La Internacional.

Son execrables los crímenes y lo son aún más los que justifican el delito porque la mujer iba vestida de aquella manera o porque se atrevía (¡se atrevía, tú!) a salir de noche y a divertirse sin tener que pedir permiso.

El caso de la joven Diana Quer resulta paradigmático y algunos medios han vuelto a cruzar la línea roja. Pero también es denunciable el feminismo de escaparate, el de llenarse la boca de dignidad y luego venderla, el de pedir «que acabe el juicio sobre nuestro cuerpo» y luego exhibirlo no con ánimo reivindicativo sino por exigencias comerciales de la imagen que se quiere transmitir.

Es lo que hizo una presentadora de televisión en Nochevieja. El vestido que llevaba era «superfeminista». El discurso que ocultaba, ramplón, perpetuaba los clichés.

*Escritor