Aunque parece que ha pasado un siglo, antes de que estallara la revolución catalana vivíamos inmersos en una legislatura en la que se suponía que la consigna clave era estabilidad institucional. El PP obtuvo un 33,03% que le convirtió en primera fuerza pero para nada en la mayoría que venden. C’s encontró en semejante concepto mágico la coartada que necesitaba para regalar su apoyo, pese a que su campaña se basó en un no rotundo a Rajoy. Lo del PNV y los dos canarios fue a cambio de cheques, ya se sabe. Y solo faltó el aún (¿sempiterno?) convulso PSOE con su abstención. El resultado de la supuesta estabilidad es conocido: el PP ha abusado de un mecanismo extraordinario como es el veto parlamentario hasta convertirlo en una opción cotidiana, y ha embarrado cada comisión de investigación y pleno, incluido, claro, aquel dedicado a la Gürtel del que el presidente salió sin haber nombrado ni una vez el maldito palabro. No se le dan bien los idiomas.

Ahora, el incendio catalán ha venido al pelo para desterrar de las noticias el goteo continuado de casos de corrupción (meter la mano en la caja no sabe de territorios ni banderas) y otros muchos aspectos en los que el Gobierno central canjea con habilidad trilera la anhelada estabilidad (definida como sinónimo de avance conjunto) por toneladas de inmovilismo marca de la casa. La deuda pública acaba de marcar un nuevo máximo histórico. En algo tan vital como es la cuestión energética no hemos dejado de dar pasos atrás. Tampoco existe una propuesta de futuro sobre nuestro modelo productivo. El turismo bate récords a costa de no regular una oferta sostenible de calidad y la precariedad en trabajos y salarios...

Aunque si algo ejemplifica el camino al colapso es la forma de afrontar la relación con Cataluña, donde en los últimos años el independentismo ha crecido del 11% al 48%, como constata Iñaki Gabilondo. Eso sí, ahora que alguno ha comenzado a hacerse caquita en los pantalones, que la pela es la pela más que nunca y que estamos ante la supuesta proclamación de una república-ficción más propia de una partida de Monopoly que de la gestión de unos políticos responsables, ha llegado el momento de asumir el surrealismo que nos rodea (incluidos Piolín y Piqué, claro) y recordarle a Rajoy aquella genial frase de Dalí: «Lo mínimo que se puede pedir a una estatua es que se esté quieta». Ahora más que nunca. Y después ya vamos viendo quién puede sacarnos de este lío de una vez. H *Periodista