Tánger, que ya inspirase la mítica película Casablanca, que ya iluminara a Paul Bowles, a Borroughs, a Mick Jagger y a una constelación de autores, escritores y músicos vuelve al plano de la actualidad narrativa de la mano de Javier Valenzuela, quien ha escenificado en sus calles, zocos, cafés, hoteles, balcones y medinas una original novela con aires policiales y una agradecida lectura, derivada de su clara y rápida prosa, Tangerina (Martínez Roca).

Volvemos a la más internacional de las ciudades marroquíes para vivir, casi en clave de cine negro, una aventura relacionada con las interioridades de las relaciones económicas entre España y Marruecos. Al parecer, no todos esos empresarios que atraviesan en uno u otro sentido el estrecho de Gibraltar se dedican a exportar zapatos o a importar kilims y hay un fondo oscuro, un trasiego relacionado con las drogas, con la salud, con las armas, con la seguridad, un mar de fondo en el que periodistas tan avezados como Valenzuela pueden pescar, y de hecho él pesca, un tema argumental muy sustancioso, cuyas raíces lo arrastrarán de cabeza al género negro.

La novela, escrita a ritmo de thriller, comienza cuando uno de esos empresarios españoles de visita comercial en Marruecos es detenido por un supuesto ataque sexual a su camarera del hotel, para introducirnos en seguida en la vida del protagonista, un amigo suyo, residente en Tánger como profesor del Instituto Cervantes. Un personaje en la madurez de su edad, a medias desengañado, pero, por otro lado, por el de un joven amor, esperanzado aún con el horizonte de una vida feliz. La ágil trama que discurre en tiempo presente se complementa con otra situada en los años cincuenta, protagonizada por los padres del profesor. Disfrutaremos en esas secuencias del Tánger auténtico, el de los espías y traficantes de toda clase de sustancias y objetos ilegales.

Pero, sobre todo tengo que dar las gracias a Javier Valenzuela por haberme invitado a regresar al Tánger que conocí cuando visité a Paul Bowles, y en su habitación, con el maestro ya muy deteriorado, tendido en su futón, con las maletas de El cielo protector tan alcance de la mano como las píldoras que consumía a medida que hablábamos de Scott Fitzgerald, de Hemingway y de otros amigos suyos, de las voces narrativas y puntos de vista, aprendí en tres horas con él más literatura que en toda la facultad.