Después de las elecciones del 20-N estaba convencido de que la hoja de ruta del gobierno del PP la iba a determinar la ideología, modulada por el espíritu de revancha y la soberbia de la mayoría absoluta. En líneas generales he acertado, pero lo que no me podía imaginar es el espectáculo vivido la última semana. El Gobierno aprobó el pasado día 30 unos presupuestos muy restrictivos --menos para los delincuentes fiscales-- pero que, según sus ministros, eran justo los necesarios para ganar credibilidad ante financieros e instituciones internacionales y salir de la crisis. Diez días después los presupuestos ya no son tan buenos y necesitan un recorte añadido de 10.000 millones de euros en Sanidad y Educación.

Un recorte sin medidas concretas, que tendrá que pactar con las comunidades autónomas que son quienes tienen las competencias en esas materias, que se camufla bajo el paraguas de la racionalización pero que ya se sabe que esta "racionalización" tiene que ser de 10.000 millones, que atenta contra dos servicios básicos del Estado. No me extraña que Rajoy saliese por la puerta trasera del Senado para no tener que enfrentarse con los periodistas.

El Gobierno está desorientado y ha perdido toda la credibilidad --si alguna vez la tuvo-- dentro y fuera de España. Es difícil fiarse de un Gobierno que aprueba unos presupuestos de poco más de una semana de validez, con unos ministros que se contradicen en público permanentemente y un presidente que no se atreve a dar la cara y, además, es víctima del fuego "amigo" de Esperanza Aguirre. La sensación de desgobierno, de improvisación, es tremenda y no es la mejor manera de tranquilizar a inversores y socios europeos. Así vamos al desastre económico.