Europa (la UE, quiero decir) no está siendo, y es cosa de lamentar, un ejemplo de saberse conducir en aquello que se tenga que hacer, no obedeciendo a extravagancias, que abundan desgraciadamente también en la vida política sino atendiendo casi con severidad a los fines que correspondan a cada una de aquellas instituciones.

Es oportuno poner de relieve, no sin un punto de escándalo, la desviación en que incurren los administradores, como está sucediendo ahora, particular pero no exclusivamente, en Cataluña, cuando sustituyen lo que secundum legem deben hacer por lo que ladinamente hacen o intentan que se haga.

¿A dónde van o a dónde querrían ir o que fuéramos? Aludo básicamente al Estado español vigente y al comportamiento de algunos administradores de la Generalidad de Cataluña. Cabe advertir, sin exageración alguna que son actitudes calificables de provocadoras, que suscitan riesgos que obviamente producen la firme postura que frente a ellas está adoptando el Poder Central que, en ningún caso debe debilitarse en absoluto.

Se requiere tanta firmeza como resulte precisa para eliminar esa clase de intentonas absurdas que equivaldrían a estas alturas a algo así como «volver la vista a los castillos», para saltarse a la torera las mismas normas de la UE y de paso (necesario para cometer semejante disparate), las de cada estado de la Unión. No vale ni como humorada o broma. Europa no puede dar la vuelta a lo que ha sido el viaje de su historia aunque no falten «idos» que lo intenten.

Principios como los del Título Preliminar de nuestra Constitución han de ser el firme fundamento de nuestra coexistencia institucional básica. Y de ahí que sea censurable un exceso de pretendible singularidad, cuando realmente necesitamos aunar esfuerzos en lugar de abundar en particularizaciones poco deseables.

No creo que la UE ni ninguno de sus Estados pudiera manifestar tolerancia ante la rara política que significaría esa nueva «particularización» de lo que tiene que ser general y en absoluto particular. Y aún más perentorio: Europa debe combatir su pobreza, que ha crecido en los últimos años hasta dimensiones casi bíblicas, sin que haya ocasión alguna para perdernos en aventuras ni delicadezas.

Un ejemplo que podrían ser diez. En noviembre del pasado año El Periódico de Aragón publicó noticias conmovedoras sobre lo que se llamaba «niños sin derechos», aludiendo al estado inquietante de la infancia en algunos países comunitarios como Rumanía, dónde casi el 50% de la infancia sobrevive sin recibir el mínimo preciso en nutrición, ropa y cobijo. Resultaba verdaderamente sobrecogedor y más cuando se añadía como cierto, que sólo el 3% del PIB de Rumanía se destina a educación.

Aquella información se presentaba con inquietantes datos complementarios que, ciertamente, deberían tenerse más en cuenta para impulsar políticas frente a la pobreza infantil y que ésta dejara de ser «otra vergüenza de Europa», con 25 millones de niños pobres.

Merece la pena llamar la atención sobre la actividad de lo que en más de un país europeo se denominan «regiones», «naciones» u otras denominaciones que hacen referencia a ese género de unidades infraestatales a las que antes aludíamos. Sinceramente, esas unidades que podrían llamarse históricas no deberían emplear sus resortes de poder para limitar algo tan indispensable como es la consecución de propósitos unitarios. No pueden ni deben afectar hoy o mañana, a la naturaleza predicable de Europa entera. ¡De ninguna manera podemos regresar al pasado!

Podríamos seguir insistiendo en el tema ad infinitum. Ese riesgo de exclusión que padecen en Europa 25 millones de menores, ¿no será más trascendente que tanto formalismo político como a veces nos agobia?.