Hace años visité Oviedo con la novela La Regenta en el bolsillo. Un viaje con el libro adecuado puede ser una combinación turbadora y fértil. Ahora le propongo recorrer la provincia de Teruel, pariente pobre de las tres, que conserva un señorío sobrio. Le recomiendo que viaje con el libro de Sergio del Molino, La España vacía, un ensayo tan inteligente como ameno. Elijo Teruel por afecto, está tan despoblada como decenas de provincias del interior. El libro de Del Molino te enseña a mirar, como si te hubieras lavado los ojos con sal. Asegura el autor: «Mirar en los rincones de la España vacía de los que procedemos es mirar dentro de nosotros mismos.»

Entro en el territorio del empeltre, dejo atrás Albalate, un caserío a pie del río Martín que escala el cabezo, y me detengo en la plaza de La Fresneda, elegancia de soportales de piedra. A media tarde paseo por las calles señoriales de Calaceite y anochece cuando cruzo el puente de Valderrobres, fachadas varadas en la historia.Cuántas propuestas de turismo exótico mientras se desconoce lo propio. Se necesitaban cientos de allegadoras y vareadores para recoger la oliva de estos parajes hasta que llegó la mecanización. Entonces se produjo el Gran Trauma, como llama Del Molino al éxodo de los años 50 y 60, que desertizó el núcleo del país y pobló la periferia. Duermo en una posada de Beceite arrullado por el rumor del agua; hijuelas y regueros que sangran al Matarraña. Antes de que amanezca ya estoy en la carretera. Apenas levanta el sol cuando corono Sant Just, refresca. Hago un alto y miro los cabezos, costillares del Ibérico con las tripas de carbón, que ahora dicen que no sirve. «La conexión con el paisaje es íntima y autobiográfica», dice el autor. Me sorprende que un escritor joven haya descrito con exactitud el desgarro de los que emigramos de los pueblos: habitantes de la España urbana que para definirse necesitan estos yermos.

Recorro las planas del Alfambra, amarillean las choperas que bordean el río, y enfilo hacia el Maestrazgo (sorprende la interpretación del carlismo que ofrece La España vacía). Un silencio acogedor envuelve los pinares de la bravía sierra de Gúdar. Entraré a la capital, tras dejar Mora, por el sur. Teruel, entre barrancos arcillosos, es el territorio de la filigrana del ladrillo mudéjar. Igual que los desiertos demográficos son una rareza en Europa, también lo es nuestro pasado moro: no encontramos al norte de los Pirineos encajes de ladrillo y esgrafiados de yeso.

Si la cabra tira al monte, los urbanitas terminamos en la ciudad. Vuelvo a la urbe, aunque antes me he acercado a Albarracín. Cada vez que contemplo el casco del pueblo, encerrado en la herradura del Guadalaviar, noto el mismo escalofrío, el tiempo corre al revés. Cojo la carretera paralela al Jiloca, me desvío por pueblos de nombres con sonoridad antigua: Huesa, La Hoz de la Vieja... Tomo un café. Detrás de la barra hay un vasar de yeso con una reliquia, una capilla de mano de las que iban de casa en casa; sobre el cristal está pegado un anuncio de ámbar lemon. Un viejo me mira, quizá se pregunta: ¿qué coño hace aquí este forastero si ni hay setas ni es agosto? Como dice el autor del libro, el forastero está suturando la brecha de una España urbana y europea que tiene el corazón vacío. Buen viaje. H *Escritor